Se ha escrito un crimen
Por Otis B. Driftwood
Hace muchos años, un avispado programador de televisión decidió cubrirse de gloria con la premisa de que los domingos por la tarde lo que le gustaba ver a la gente era un buen asesinato. Y, si además, se le daba la oportunidad de descubrir al asesino jugando al “Cluedo” con la mesita de centro como tablero y el té con pastas a guisa de cartas, tanto mejor. Como “Colombo” ya andaba pasada de moda (y los joputas de los guionistas tenían la fea costumbre de revelarte al sórdido criminal antes incluso de los títulos iniciales) y Curro Jiménez, además de ser un poco más basto, tenía la desventaja de que Sancho Gracia es capaz de cortarle la digestión al más pintado, hubo que recurrir una vez más al magro mercado norteamericano. Y, si podía tratarse de algo con ciertas ínfulas inglesas “wannabe”, el éxito estaba asegurado. En realidad, habiendo como había entonces sólo dos canales, el éxito habría estado asegurado aunque “Los hombres de Paco” se hubiera inventado veinte años antes y a su autor no le hubieran fusilado tras el episodio piloto. Pero no nos desviemos del tema del artículo, que uno se entusiasma.
La serie triunfadora esas tardes de domingo se llamaba, se llama “Se ha escrito un crimen” (“Murder, She Wrote”), posiblemente el mayor y mejor ejemplo de cómo exprimir una idea hasta la extenuación, muchos años antes, incluso, de que nacieran los guionistas de “Aquí no hay quien viva”. Básicamente la trama en cada episodio venía con plantilla, a saber, una escritora de novelas de misterio, llamada Jessica Fletcher (Angela Lansbury), sospechosamente viuda desde hace años, y residente en una pequeña localidad de Nueva Inglaterra llamada Cabot Cove, es invitada a un sarao literario/congreso geriátrico/fiesta de cumpleaños-aniversario-jubilación de un amigo millonario de toda la vida, o simplemente pasaba por allí para ir a alguno de los anteriores. El lugar al que va suele ser, bien una gran ciudad, bien una gran mansión de un rico terrateniente. El círculo de personajes en el que se desenvuelve son, a pesar de su aparente clase o de su dinero, gente de la peor estofa que se han estado puteando unos a otros a lo largo de su existencia, y entre las que suele incluirse: a) El mencionado terrateniente, en su defecto su viuda rica; b) la hija/sobrina/nieta menor de éste, que invariablemente está buenísima y es la más puteada de todas; c) el amigo/socio/secretario del ricachón, o bien la amiga/cuñada/secretaria de su viuda; y d) un “mazas” playboy que le pone morritos a la hija/sobrina/nieta, pero que en realidad lo que busca es un muerdo que le permita engordar su magro billetero. Además de estos, nos encontramos por sistema: e) un sheriff completamente inútil e incompetente; f) un médico más cerca de la jubilación que de la graduación y g) el amigo/la amiga de la señora Fletcher, responsable de que dicha señora esté pululando por ahí.
En los primeros diez minutos del capítulo, apenas llega la señora Fletcher, nos vamos enterando de cómo se putean unos a otros, de que al rico terrateniente se le está poniendo una cara de fiambre que no la salta un galgo y de que todos, absolutamente todos, excepto el amigo/la amiga de la señora Fletcher tienen un motivo para “cargarse al viejo” (frase estándar que sonará en cada capítulo, pronunciada por uno o varios de los personajes con más pinta de malvados). Además, comprobamos la asombrosa ubicuidad de la señora Fletcher para oír todas y cada una de las conversaciones claves para el desarrollo de la historia, que siempre tendrán lugar en un radio de dos metros alrededor de ella.
Posteriormente, se produce la confirmación de que el de la cara de fiambre se convierte, efectivamente, en fiambre, en un crónico ejercicio de transustanciación que surge en todos los capítulos. A partir de ahí los acontecimientos se precipitan en sucesión: la chica buenorra descubre el cadáver y pega un grito capaz de despertar al troll del moco; la señora Fletcher llega justo después, pone cara de sorprendida y aparta el rostro con una mueca de disgusto. Luego llega el médico, confirma lo que todos saben desde hace un rato (los espectadores, prácticamente desde que comienza el capítulo) y sentencia: “está muerto”. Diez años de estudios pa esto, oigan. Llega el chérif, mete los dedos por todos lados tras advertir “que nadie toque nada”, echa a la señora Fletcher de escena con un “usted no debería estar aquí” (segunda frase estándar presente en todos los capítulos) y se lleva detenido al único personaje que no tiene motivos para el crimen, y que siempre resulta ser el amigo o la amiga de la señora Fletcher, que lo/la visitará posteriormente en el calabozo.
A continuación, la cotilla esta se pone a investigar por su cuenta, interrogando a todos los sospechosos y descubriendo algún que otro detalle que cabreará e intrigará al mismo tiempo al chérif, quien volverá a largarle aquello de “usted no debería estar aquí”, pero ya con la boquita pequeña, porque total, si sale bien la cosa se llevará él todo el mérito. Los últimos diez minutos del capítulo cumplen también un patrón de reflejo condicionado: el (segundo) interrogatorio ha resultado más infructuoso que el primero, aunque al menos ha permitido que saquen del trullo a la única persona que no habría cometido el crimen ni teniendo los genes de Atila. La antepenúltima escena nos muestra a la señora Fletcher tomando el té con el provecto médico o bien el incompetente defensor de la ley (o con ambos), momento en que alguno de ellos suelta una gilipollez que hace que la criminóloga aficionada vea la luz, eso sí, sin contar qué es lo que acaba de descubrir. Eso lo deja para la penúltima escena, en la que, en una suerte de estilo Poirot degenerado y kitsch, reúne a todos los sospechosos para salirnos, con una explicación aparentemente lógica, que el asesino es la buenorra que “tanto quería al viejo” (tercera frase estándar de cortaypega de los guionistas). Arrebato de indignación de la susodicha, para acabar llevada a rastras por los agentes mientras se disculpa con la viuda entre sollozos.
La última escena es la que más raya… a pesar de la reciente tragedia, del shock al descubrir que el asesino era una persona del círculo íntimo, y de la paranoia final, siempre que se despide la señora Fletcher para volver (suponemos) a su pueblo a descansar (¿de qué?), alguien suelta una chorradita pretendidamente graciosa y todos ríen a carcajadas, momento en que se acaba el capítulo para retomar una trama fotocopiada en el siguiente.
Como ven, es un desarrollo más o menos estándar con el que la serie se ha mantenido en respetables niveles de audiencia durante varios años, con ligeras variaciones entre capítulos: el sexo del asesino (hombre o mujer, en qué estaban pensando), el detalle iluminativo (diferente en cada capítulo, pero que casi siempre le pilla a la sra. Fletcher sentada frente al té) o el lugar donde se cometen los crímenes, que ocasionalmente ocurren en el mismo Cabot Cove, por lo que se ve uno de los pueblos con mayor índice de mortalidad de la costa Este, sólo superado por ciertos barrios de Manhattan.
La serie tenía ciertas ínfulas a lo Agatha Christie que se fueron difuminando a lo largo de su emisión, por lo que los guiones se hicieron cada vez más insulsos y repetidos hasta el punto de que llegaba a ser posible identificar al asesino antes incluso de que se produjera el crimen. Además, presentaba una importante diferencia con los relatos de la Dama del Crimen, y he aquí la gran duda filosófica que se presenta: en dichas novelas, el detective (Poirot, la señorita Marple, los Beresford) aparecía siempre después de cometerse el asesinato. Aquí, en cambio, la señora Fletcher aparece siempre antes del crimen en cuestión. Esto me lleva a inferir tres posibles conclusiones: 1) La señora Fletcher es gafe, y sus amigos gilipollas, por invitarla aun sabiendo que va oliendo a muerto por donde pasa (no en vano, mi madre la bautizó en su día como “la buitre”); 2) la señora Fletcher tiene la particularidad de desatar los reprimidos instintos asesinos del culpable, llevándole a cometer un crimen que antes sólo estaba en la imaginación de éste (y no me extraña, porque a veces puede ser irritante esta mujer); y 3) la señora Fletcher es, en realidad, una asesina en serie que ha vivido todos estos años a base de estrangulamientos con total impunidad, a veces incluso en las mismas narices del chérif de su pueblo (un tal Amos que no pasaría las pruebas físicas ni en el ejército español), que aprovechaba su extrema inteligencia para cargarle, con toda lógica, el muerto a la más buenorra del lugar (haciendo bueno el tópico sobre la envidia femenina) y que, para colmo, se hacía de oro escribiendo novelas sobre sus propios crímenes, y a la familia del muerto que les den dos duros.
Y es que, si nos descuidamos, bien pudiera ser que “Se ha escrito un crimen” tuviera más influencia de la señora Highsmith que de la señora Christie. Claro que Jessica Fletcher no es Tom Ripley… pero bien pudiera ser su abuela. Y, en cualquier caso, capaz sería de matarle a él también y cargarle el muerto a Hércules Poirot. Eso sin contar los millones en royalties.
Menuda arpía, lo que yo les dije.
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