LPD LOW FARE: Francia
A la deseperada búsqueda de un ligue con el rollete antiglobalización
Justificación
La primera elección de todo español que desea salir al extranjero ha sido siempre, de toda la vida de Dios, ir a Francia. Históricamente, tal pulsión acababa con una de las múltiples derrotas militares que los españoles han sufrido al norte de los Pirineos. Pero la terquedad, recia característica hispana, puede más que las amargas experiencias sufridas, con lo que siglos después las cosas siguen más o menos igual.
Contribuye a desarrollar esta situación que Francia es un país relativamente próximo a España, sólo separado de ella por los territorios hostiles del País Vasco y Cataluña, que ejercen de tapón fronterizo relativo. Aunque sea molesto allegarse a Irún o La Junquera, dejar allí unos eurillos en gasolineras o bares por mor del obligado tránsito, los españoles han preferido siempre irse a Francia antes que, por ejemplo, a Portugal. En primer lugar, porque a todo buen español le toca las pelotas que Portugal, sencillamente, exista. Si ya antes de Aljubarra pasábamos de esta mala gente, imaginen después. Y en segundo lugar, por si hiciera falta alguna justificación adicional a envolverse en la rojigualda con un toro negro sustituyendo al escudo constitucional para dejar claro lo razonable de esta postura, porque los españoles han desarrollado históricamente un criterio en materia de preferencias viajeras que puede resumirse en anteponer aquellos lugares donde el mito dice que se puede ligar con facilidad. Mientras que Portugal va con 50 años de retraso sobre España en eliminar cinturones de castidad y en la aprobación de leyes contra la violencia de género, dice el mito que en Francia las mujeres están liberadas y que les gusta el sexo por el sexo, así como sostiene la rumorología que los hombres son atentos, amables y valoran a las mujeres como personas humanas. Adicionalmente, las francesas no tienen bigote, según aseguran quienes por allí se han aventurado; así como los franceses hablan muy fino y de forma muy romántica. ¡Dónde va a parar con Portugal! Y si todo sale mal uno siempre puede ir a ver cine francés o cine en una sala de arte y ensayo francesa, lo cual garantiza obtener horita y media de sexo explícito con el que consolarse. Con estos mimbres, no es de extrañar que en Francia los españoles sean vistos de forma generalizada como unos chauds lapins y las españolas, sensibilidad y avance mental de la sociedad francesa mediante, directamente como unas putas.
El viaje: preparativos, vacunas y consejos
Para irse a Francia una serie de precauciones y recomendaciones básicas han de ser adoptadas antes de emprender viaje. Téngase en cuenta que salir de España es, de por sí, incomprensible y hasta peligroso. Pero los tiempos en que vivimos son los que son, la sociedad de consumo y el maldito capitalismo han convertido en usuales los desplazamientos. Añadan a eso la nefasta proliferación de compañías aéreas de bajo coste y tendrán un cuadro completo y aterrador de la profundidad de la amenaza, ahora disponible incluso para todos los bolsillos. La patria se resiente, porque sólo quedarse en España día tras día escuchando la COPE garantiza que uno mantenga las constantes vitales en su punto, sin riesgos de alteración. Son numerosos los casos de gente que ha ido al extranjero y ha vuelto sin saber escupir al suelo por la calle o, todavía más grave, habiendo perdido el españolísimo entrecejo poblado que en homenaje al Almirante tantos y tantos españoles lucimos con orgullo.
Para tratar de paliar en la medida de lo posible estos efectos secundarios de traicionar a la patria dejando divisas por ahí fuera, conviene tomar una serie de precauciones básicas:
1. Únase al enemigo. Pues sí, las compañías de bajo coste son la peste porque provocan que salga todo el mundo de España con cierta frecuencia. Pero como esta realidad no la podemos cambiar por culpa de la puta Unión Europea, que obliga a liberalizar mercados, aprovechemos y usémoslas. Ello permite evitar el paso por las provincias traidoras camino de Francia, con lo que los riesgos de contaminación anti-española disminuyen. Además permite disfrutar de un ambientillo típicamente español en el avión: bocatas de chorizo grasientos compartidos, niños maleducados corriendo por el pasillo, grupos de españoles de pura cepa que se pasan todo el viaje haciéndose notar a risotadas, gritando y haciendo bromitas sobre el avión, si se va a caer, si está nuevecito, si le han cambiado el aceite… Es una especie de inmersión a lo bestia en la esencia de España, para tratar de fortalecer las defensas antes de aterrizar en el extranjero.
2. No aprenda francés. No hable francés. Tenga siempre el bello idioma español en la boca. Como mucho, acepte medio chapurrear el francés con nulo esfuerzo de pronunciación. Durante siglos y siglos nuestros antepasados lo han hecho así con excelentes resultados, acomplejando a los gabachos. No sea traidor y empiece a pronunciar la “u” francesa con una boquita de piñón propia de maricones o de franceses, que viene a ser lo mismo. Hablar idiomas es antiespañol. Hablarlos con una pronunciación medio decente es directamente un atentado al orgullo hispano.
3. Le entiendan o no, tenga siempre España en la boca. Vea lo que vea, haga lo que haga, coma lo que coma, mantenga siempre en mente una idea básica: cualquier cosilla que puedan tener los franceses palidece frente a la magnificiencia de lo español. Nada de lo que tengan será mejor que lo que uno podría encontrar en Almagro o Tragacete. ¡Dónde va a parar!
Destino: París
Una vez tomada la antiespañola decisión de ir a Francia hay que seleccionar un destino. Afortunadamente, es fácil. En Francia sólo existe París, rodeado de muchos agricultores que viven de puta madre gracias a la PAC que financiamos los españoles por culpa de la Unión Europea. Estos agricultores tienen unas granjas alicatadas monísimas y algunas ciudades de tamaño medio para vender vacas y lechugas. Pero como son todas iguales, granjas y ciudades medias, podemos hacer una escapada si nos apetece, desde París, y darnos por satisfechos. Vista una, vistas todas.
Llegar a París no es ningún problema, porque el sistema de comunicaciones francés es un poco como el español. Aunque en Francia hay varios aeropuertos internacionales, todos están en París. No pasa, por ello, como cuando se viaja a otros países con compañías de bajo coste, que como se descuide uno puede acabar en Nuremberg, por poner un ejemplo. Y allí ya no queda ni rastro del Führer, con lo que a uno se le queda la cara de tono de Franco en Hendaya, sin tener nada que hacer.
París es la ciudad que condensa todo lo que es Francia. Es decir, que pretende, como los franceses, ser todo a la vez. Y, por supuesto, la mejor en todo a la vez. La más monumental, la más ecológica, la más cool, la más sexual, la más musical, la más cinematográfica, la más negra, la más multicultural, la más ordenada, la más libre…
Como los franceses están obsesionados con ser todo a la vez y ser los mejores en todo la situación puede hacerse algo cargante hasta que el español detecta cómo actuar: pasando de todo. Es algo que se nos da bien, por lo que somos los únicos que podemos soportar una estancia en París sin graaves alteraciones psicológicas. Los americanos, en cambio, llegan y por pura presión psíquica acaban creyendo que el Sacré Coeur es una maravilla estética. La profesión psiquiátrica se beneficio mucho de ello a su regreso, pero eso es una putada, porque si uno no se cura acaba usando pantalones vaqueros piratas y camisas de manga larga arremangadas. Un buen español, sin embargo, va a la suya, aprende que los gabachos son patéticos en cuanto le intentan vender “crêpe” como gran logro de la gastronomía internacional, se encamina a los puti-clubs de la calle de San Dionisio y se olvida de todo, dejando a los franceses con sus contradicciones.
Francia es el país más antiamericano del mundo, por ejemplo, lo cual no es incompatible con que sea la sociedad más americanizada de Europa. Para ellos es muy importante tener un huevo de MacDonalds, por ejemplo, en cada esquina, pero los llaman Chez MacDo y los decoran en plan modernista. Adicionalmente, es la única nación del mundo que ha logrado consolidar una patética cadena de hamburgueserías alternativa a la dominante, en plan “somos franceses, ¿pasa?”. Si encuentran por las calles locales llamados Quick no se inquieten, en consecuencia, en exceso.
Esta obsesión por lograr que Francia sea todo a la vez y siempre lo más mejor permite encontrar en París, como aspirador de toda la riqueza y cultura francesas, todo lo que uno puede imaginar que existe en el mundo. Es un poco como el rollete de Las Vegas, pero con los franceses creyéndose que todas sus copias son mejores al original. Porque lo creen de veras. El visitante que desee reírse puede hacer un tour por los garitos de París en los que se escucha el mejor rap del mundo, francés, por supuesto; o analizar los programas de las mejores escueles de marketing y estrategia empresarial, francesas, por supuesto; o disfrutar de los mejores medios de transporte que el mundo ha visto, franceses, por supuesto; comprar los mejores ordenadores del mundo, franceses, para más señas; o disfrutar de la literatura actual más acabada, escrita por franceses, como no puede ser de otra manera.
La generalizada auto-satisfacción de los franceses y de los parisinos es tanto más sorprendente cuanto que la uniformidad urbanística y arquitectónica de la ciudad cobija viviendas cuyo supuesto encanto bohemio oficial es una traducción de “el que no se consuela es porque no quiere” (pague 1500 euros al mes por una buhardilla con baño y lavabo comunitario en el hueco de la escalera). El visitante ha de asumir que, si los franceses viven encantados en tal situación, el turista ha de sentirse privilegiado, en consecuencia, por:
– Pagar 30 euros por cubierto si pretende comer algo que no sea comida rápida o, en su defecto, 300 si además desea una mesa de dimensiones superiores a las que permiten situar un plato y un vaso en precario equilibrio, no clavarse el codo del de la mesa de al lado y que el camarero no le insulte verbalmente sino sólo con la mirada. La comida, por supuesto, es incomparable. Y la variedad de aliños de ensalada, la envidia de la extinta República Socialista Soviética de Bielorrusia, de donde es probable que hayan traído las cubas para aguantar con su infame vinagreta hasta 2070 lo menos.
– Dejarse al menos 100 euros por una habitación de hotel a la que accederá por escaleras tortuosas y tras sortear obstáculos de todo tipo pero donde contará con una cama pequeña y excesivamente mullida y quizás con el privilegio de un techo que permita estar de pie en toda la habitación. Por debajo de ese precio uno ha de acabar en antros que la sociedad francesa destina preferiblemente a la inmigración y que cuando prenden generan desgracias propias de lo que es la situación de la hostelería francesa, esto es, del tercer mundo. Al menos, eso sí, los españoles pueden sentirse tranquilos en un aspecto: no encontrarán en ningún lugar edredones o nórdicos que sustituyan a las reciamente castizas sábanas, con lo cual la hombría de nuestras gentes n o se ve amenazada ni su capacidad para dormir sin helarse los pies puesta a prueba.
Fauna y flora
Aunque en París abunda todo tipo de fauna multicultural (para algo se trata de una ciudad que reúne a la flor y nata del planeta, especialmente en trabajos subalternos y en el subsuelo, como en toda sociedad donde reina la igualdad de oportunidades) es posible, e incluso altamente probable, encontrarse con un especímen ciertamente peculiar: er fransé
Er fransé se reconoce por llevar siempre abundante colonia en la esperanza de enmascarar o modular su olor corporal. Comprobando la ausencia de baños en muchas casas uno entiende que se trate de una costumbre en desuso, pero además influye en la reticencia a emplear jabón, sin duda, el convencimiento der fransé de que su olor corporal es una irresistible carta de presentación, que dejará a todas las mujeres rendidas a sus pies. Porque er fransé piensa y cree firmemente que todas las mujeres están en el mundo única y exclusivamente para eso, para caer rendidas a sus pies, como consecuencia de su savoir faire, su charme, sus enciclopédicos conocimientos sobre las gestas francesas, su cultivo de las bellas artes y la pinta de modernito esteta (zapatillas deportivas, pantalones vaqueros, jersey de cuello alto apretadito, americana por encima) que cultivan casi todos, ¿acaso es concebible otra cosa?
Para completar el efecto, por si fuera necesario, er fransé cuenta con un arma definitiva: se comporta como en una película medieval con cualquier mujer. Es decir, sólo habla con ellas más de lo necesario para pedirles que traigan el café o que les rían alguna gracia si tiene un interés sexual. Y una vez iniciada la conversación, ésta versará exclusivamente sobre los méritos del tipo en cuestión y de Francia y los franceses, añadiendo un toque de condescendiente muestra de aprecio por la dama, en plan “nena, sé que me deseas y estaría dispuesto a que disfrutaras de mi compañía un poco más”. No es sorprendente, con estas tácticas, que las españolas consideren a los franceses acabados seductores y que, en justa correspondencia, los franceses consideren a las españolas, como se dijo, seres con un nulo interés más allá del sexual. Imaginen, con todo, lo sencillo que es para una española ligarse a un elemento de estos. Sólo tienen que fingir un enorme interés por sus gestas. Incluso, a veces, ni siquiera será preciso fingirlo.
Obviamente, los efectos de tan medieval sistema de apareamiento de la fauna se reflejan también en las francesas, educadas en no hablar con hombres excepto si aceptan entrar en el juego sexual. No puede decirse que el código de señales de cortejo esté muy evolucionado en comparación con los movimientos de abanico que toda española realiza en parecidas lides: si hablo contigo significa que estaría dispuesta a irme a la cama; eso sí, siempre y cuando hagas suficiente paripé. Mientras algo de esta índole se materializa, las francesas suelen esperar a que los machos las aborden a la antigua usanza empleando un sistema igualmente evolucionado: ponerse a tiro. Para lo cual desarrollan técnicas diversas de exposición: se van en solitario a cafeterías o bancos a leer o poner al día la agenda y cosas así. Se tiran allí unas horitas hasta que algún hombre que juzguen aceptable les entra con alguna gracia pseudo-intelectual y luego viene ya todo rodado. Sorprendentemente, a pesar de pasar tanto tiempo en cafeterías, las mujeres francesas están extremadamente delgadas. Como en todo han de ser los más mejores, son los franceses quienes han llevado al extremo la moda de la anorexia femenina. Para los españoles esto es normalmente considerado una excelente noticia, por mucho que abunde en la inexpresividad facial ya de por sí propia de la raza franca.
A efectos del primer objetivo de todo español que visita Francia, paradójicamente, la búsqueda de sexo moderno es difícil de satisfacer. Una vez conocida Francia el mito se derrumba y, aunque precedidos por nuestra fama, españoles y españolas podemos ligar es una lamentable constatación descubrir que, si en Portugal habríamos tenido que recurrir a técnicas de principios del siglo XX, en Francia directamente hemos aparecido en la Corte de Versalles.
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