Historia Sagrada. 53
Las Plagas (IV): Creacionismo Aplicado (Éxodo 8, 20-32)
Habíamos dejado a Faraón y Jehová enfrascados en su peculiar lucha de egos, sin que pudiera vislumbrarse una salida a corto plazo de un conflicto cada vez más enconado. Sin embargo, los caminos de Jehová son inescrutables. Lo cual significa que las cosas seguirían así, a cual más cerril, siempre y cuando a Jehová le quedasen plagas en el tintero que enviar a Egipto. Y si la cosa dependiera de Él, y de hecho, de Él dependía (no se mueve una brizna de trigo sin que Él lo decida; si ahora yo escribo este capítulo es porque Él, en realidad, es un cachondo, como esperamos que ya haya quedado claro), las plagas asolarían Egipto durante mucho tiempo.
De nuevo Moisés se encamina a hablar con Él, hasta los huevos de ejercer tan poco honorable función de intermediario, y de nuevo Jehová pone a Moisés en su posición natural de esbirrillo-mamporrero: “que se me ha ocurrido que estaría gracioso enviarle a Faraón un montón de moscas, que seguro que no se lo espera después de lo de los mosquitos, jeje”. Él, como ven, disfrutaba como un inocente niño. Moisés, por su parte, no dejaba de observar que si el asunto consistía en que Él enviara plagas conforme endurecía el corazón de Faraón, ya podría Él, entre plaga y plaga, plantar una zarza ardiente enfrente del palacio de Faraón, en lugar de ubicarse en un monte en el quinto pino, y así aligerar el proceso burocrático de discusión a dos bandas en el que tanto padecía nuestro héroe (Moisés; Él puede ser muchas cosas, pero no “nuestro héroe”, el adjetivo no es aplicable a la omnipotencia).
Faraón, por supuesto, haciendo gala de una forma de ser cuya previsibilidad le otorgaría un papel estelar en cualquier película o serie española, pasa de nuevo de todo, a pesar de que Moisés, en plan chulesco, le espeta que no sólo es que las moscas vayan a invadir Egipto (incluso el palacio de Faraón: Él, que no respeta nada, el tío), sino que además, por aquello de dejar claro una vez más quién manda, Jehová personalmente se encargará de asegurarse de que las moscas no penetren en el territorio de Gosén, en el que moraba el Pueblo Elegido durante su estancia de trabajo en Egipto, como en efecto así ocurre.
Cualquier gobernante normal se preguntaría, si Él era tan poderoso como para modificar a su antojo, una y otra vez, el ecosistema; si podía decidir dónde y cómo se extenderían indiscriminadamente cada una de las especies del Señor; si era capaz, en fin, de hacerlo todo, porqué Él no se limitaba a liberar a Su pueblo, dado que lo había Elegido para sí, y se dejaba de jueguecitos inmaduros. Y ante una tesitura como la planteada (os envío moscas cojoneras pero dejo al Pueblo Elegido al margen), dada la personalidad y acciones de Faraón en el pasado, lo lógico es que el gran líder hubiera sacado a todos los israelitas de la tierra esa de Gosén, tan de puta madre que ni moscas tenía, los hubiera enviado a una nueva tierra particularmente saturada de moscas, hubiera rodeado esa tierra de altos muros y colocado en la puerta del recinto un cartel “Ni siquiera el trabajo os hará libres, cabrones” y se hubiera construido un peazo palacio de Faraón en la tierra de Gosén que viniera Yaveh y lo viera. Claro, Él, en su infinita sabiduría, podría haber canalizado el flujo de moscas en otra dirección en cualquier momento, pero en cualquier caso Faraón habría sacado un nuevo palacio para sí, que es de lo que se trata.
Sin embargo, la Biblia, tan pródiga en sorpresas y giros argumentales en ocasiones pasadas, continúa una vez más impertérrita por el camino de lo previsible, talmente como la prensa española hablando del Monarca: Faraón se bajó los pantalones una vez más, imploró el perdón de Yaveh y, en un alarde de humillación, pidió a Moisés que orara por él, Faraón, ante el Todopoderoso. Moisés, ante esta exhibición de mariconería por parte de Faraón, se permite una nueva chulería: “Mire Usted, Faraón, ej que si nos ponemos a rezar a Yaveh en Egipto propiamente dicho nos dedicaremos a abominar de los egipcios, a decir que todos los egipcios son unos cabrones josputa y que Faraón la tiene pequeña, y cabe la posibilidad de que el buen pueblo egipcio no asuma esta crítica constructiva con toda la educación y savoir faire que les son propios y nos degüelle allí mismo. Mucho mejor que nos vayamos al desierto a orar en paz, donde sin testigo alguno cantaremos unas alabanzas de Faraón que no veas, ¿sabeh?”.
Ante tal sorprendente argumento, Faraón, hasta los huevos de cortar cabezas de camareros que le traían platos de viandas llenos de moscas, acepta que Moisés y Aarón (no olviden nunca a Aarón como sempiterno compañero de fatigas de su hermano; y el pobre, además, ni tan siquiera contaba con un bastón ni podía darse el pisto de hablar con gente tan importante como Yaveh y Faraón) se internen tres días en el desierto y hagan allí los sacrificios, como diciendo “puede que me llamen de todo menos bonito, pero los siete días de congelación e insolación alternas combinados con insoportables monólogos de Yaveh no se los quita nadie”.
Una vez más Yaveh equilibra el ecosistema por él desequilibrado (a fin de cuentas, para algo lo había creado Él), una vez más Faraón endurece su corazón cual simbólico ladrillo de la burbuja inmobiliaria, y una vez más Yaveh, que previamente había propiciado la mimética reacción de Faraón, se ufana pensando en su inminente respuesta, casi idéntica a las cuatro anteriores con pequeños matices estilísticos. A estas alturas, cabe pensar, Moisés estaría ya tentado de mandar a la mierda a Jehová, hacerle tragar a Faraón el bastón multiusos y luego convertirse en adorador de la deidad más cutre y fracasada de todo el panteón del crisol de culturas de Oriente Próximo, pero como esto quizás habría conducido a una vuelta apresurada al redil de Él y Su infantilismo, decidió repetir la función una vez más.
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