Historia Sagrada. 52
Las Plagas (III): Reformulando la biodiversidad (Éxodo 8, 8-19)
Habíamos dejado a Faraón ufano ante un inmenso festín de ancas de rana proporcionado por Yaveh y los malvados magos egipcios al 50%, pero al mismo tiempo preocupado por las consecuencias que podría tener este tipo de plagas para la riqueza del ecosistema egipcio. Cuando finalmente Yaveh decidió eliminar de forma drástica (matándolas a todas) el superavit de ranas, Egipto se convirtió, no en el simpático “País de las Ranas”, pero tampoco en el pretérito “País del río pestilente rodeado de asqueroso desierto”, sino en un horrible híbrido: “El País del río pestilente rodeado de montones fétidos de Ranas muertas en proceso de descomposición rodeados a su vez por el asqueroso desierto”, denominación que, así aparecida en los folletos de las agencias de viajes, hizo las delicias de la competencia.
Pero, así y todo, cuando Moisés vuelve a hablar con Faraón para pedirle lo de siempre (que otorgara la Libertad al Pueblo Elegido), Faraón, pasando de todo, con el corazón la hostia de endurecido por efecto de la todopoderosa intervención de Yaveh, vuelve a decir que ni hablar. Así que Moisés, ya hasta los mismísimos de pasarse la vida de recadero entre dos auténticos piraos, le pide a Él, apelando a Su magno corazón en un emotivo discurso que trascenderá los albores de la premodernizad, que esta vez, para variar, haga algo verdaderamente eficaz. Y Él, por supuesto, no le hace ni puto caso, ofreciendo en lugar de eso más de lo mismo (no en vano era Yaveh, en Su infinita piedad, quien había creado una situación tan enquistada por la vía de “endurecer el corazón de Faraón”, así que ¿por qué no disfrutar del momento?): que Moisés le aseste un zurriagazo al suelo polvoriento, dice Yaveh, y verá cómo el polvo se transmuta en mosquitos que se pondrán a darle picotazos a todo lo que se les ponga por delante. Así lo hace Moisés (ilusionado, a pesar de todo, por la cantidad de funciones ofrecidas por su bastón-serpiente), y voilà, todo el cielo se llenó de mosquitos que se apresuraron a darse un banquete con la sangre de los egipcios, de los israelitas y de todo lo que pillaran por delante.
Hay que decir que, en un principio, Faraón asistió al nuevo milagro totalmente satisfecho: las jodías ranas habían acabado con sus queridísimos mosquitos, pero ahora Yaveh se los devolvía, para que crecieran y se multiplicaran como las estrellas del firmamento y el polvo de la tierra juntos. De hecho, para acelerar el proceso, y como de costumbre, Faraón ordena a sus malvados magos que se pongan a fabricar mosquitos para asegurar un reequilibrio rápido de la biodiversidad. Pero, por primera vez, la respuesta de los magos fue negativa: mira que se pusieron a invocar y a cocinar potajes mágicos, pero lo de los mosquitos no les salía. Horrorizados, le dijeron a Faraón: “¡Es el dedo de Dios!”, pero éste, que salió al balcón esperando ver en el horizonte un gigantesco dedo corazón que se extendiera hacia arriba en expresión desafiante-chulesca, al no ver nada, se limitó a decapitar a sus magos y no le dio mayor importancia a lo de los mosquitos.
A fin de cuentas, tampoco era para tanto: la residencia de Faraón estaba protegida contra los mosquitos y todo tipo de bestias salvajes, y a Faraón lo que le pasara a su pueblo (y no digamos a los israelitas) se la sudaba muchísimo, en la convicción de que “lo que no te mata te hace más fuerte”. Sin embargo, al día siguiente recibió elementos de juicio suficientes para hacerle virar su opinión: el buen pueblo egipcio, de natural hacinado, era pasto de los mosquitos, el ganado moría de resultas de los picotazos que no veas, y un mosquito avispado, que había olido la sangre que emanaba de los cuerpos descabezados de los malignos brujos egipcios (que Faraón, con su característica indolencia, había dejado tirados por ahí), logró infiltrarse en la estancia de Faraón y asestarle un doloroso picotazo.
En ese momento, despertado súbitamente de su sueño por el jodío mosquito (lo cual le impidió ver qué coño pasaba después de lo de las vacas famélicas, sueño recurrente de todo Faraón egipcio desde los tiempos de José), Faraón se dio cuenta de la Verdad: el cabrón de Yaveh le había enviado primero sabrosa sangre, después simpáticas ranas, y ahora, cuando Yaveh había decidido “elevar el listón de la crítica” generando nubes de mosquitos, capaces incluso de importunar al mismísimo Faraón, no había ya ni ranas para eliminarlos ni sangre para saciarlos, puesto que Yaveh las había hecho desaparecer. Así que, una vez más, Faraón tuvo que rendirse.
De nuevo Yaveh hizo desaparecer los mosquitos, y de nuevo Faraón se andó por peteneras, lo que le permitió alcanzar un ritmo de incumplimiento de promesas digno de un político español (se comenta incluso que un día Faraón, completamente ebrio, les confió a sus cortesanos que iba a crear “ochosientosmí” puestos de trabajo, y sin recurrir a la socorrida construcción de una pirámide). Moisés volvió a desesperarse, pero, por enésima vez, no era cólera lo que brillaba en los ojos de Yaveh, sino confianza en el futuro (aunque algunos advenedizos dirían que lo que había era, como siempre, un fulgor desquiciado). En el Gran Juego que llevaban jugando, por obra de Él, Faraón y el propio Él, Él había decidido darle a la situación una vuelta de tuerca.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.