Historia Sagrada. 46
El primer buque de las Fuerzas Armadas judías(Éxodo 1, 15-22; 2, 1-10)
La historia de los desencuentros entre el Pueblo Elegido y sus vecinos, siempre dispuestos a ser expoliados por ellos y, con el paso del tiempo, a hacer el ridículo militarmente cuando la cosa se pone seria, responde a una constante histórica. En este inicio del primer gran enfrentamiento entre egipcios y hebreos, una vez más, la incompetencia de los primeros en sus proyectos de exterminio y dominio étnico alcanza tales cotas que uno casi se siente conmovido.
Como ya habíamos anticipado, Faraón decidió hacer frente al creciente poder de los hebreos, que seguía aumentando pese a haber sido expropiados por el Estado e incluso, después, directamente esclavizados. Y todo a base de la multiplicación de su número por vía sexual (una táctica que en la España de las postrimerías del siglo XX emplearía la familia Ruiz Mateos).Para ello nada mejor que un revolucionario a la par que expeditivo método: aprovechando el dominio estatal sobre el precario sistema de Seguridad Social de la época encargó a las parteras que, en caso de nacimiento de varones hebreos, se encargaran de apiolarlos ipso facto. Para lo cual inventó un revolucionario método de identificación de varones y mujeres que todavía hoy se conserva. Dijo Faraón, y son palabras textuales fielmente recogidas por la Biblia: “Mirad el sexo (a los recién nacidos)”.
Este sistema de aniquilación de una especie es eficaz pero, eso sí, sólo si se hace bien. Y esto es más bien complicado, como otros experimentos históricos demostrarían con el tiempo. Por una parte, a poco que un solo infante escape de la masacre éste suele tener la desagradable costumbre de, burlando todas las leyes que rigen la probabilidad, ser el Elegido de turno. Por otro, si ni siquiera seres organizados como los chinos han logrado del todo éxito en sus políticas de control de la natalidad, es fácil intuir cómo la desestructurada cadena de mando egipcia iba a fracasar en tal empeño. Por una parte las parteras pasaban olímpicamente de seguir las instrucciones de Faraón, en una primera manifestación histórica de lo que es la tendencia de los facultativos a seguir más los dictados del Señor de los Elegidos que los del sistema público que les paga y ordena practicar abortos siempre y cuando ello suponga trabajar menos y cobrar lo mismo. Eso sí, únicamente si no se encuentren en la sanidad privada, porque ellí o bien el hecho de trabajar (y también practicar abortos) cobrando a destajo supone una interesante disyuntiva moral que se resuelve de forma un tanto contradictoria con los aludidos dictados de conciencia o bien, sencillamente, los empleadores no se andan con tonterías.
Por otra, ¿cómo iba Faraón a lograr nada si incluso su propia familia colaboraba en la perpetuación de la especie rival? Y es que, constatado el fracaso de encargar a las parteras la labor eugenésica tan necesaria para Egipto, Faraón cambia el modus exterminatori oficial. A partir de ese momento, sencillamente, habrá que arrojar a cualquier recién nacido varón al río. La medida, así en abstracto, es espectacular y horrenda. No obstante, no es de extrañar que, dejado el cumplimiento de tal norma al albur de la voluntad de las madres (muy en la línea de competencia organizativa que ha caracterizado siempre a los pueblos que han tratado de putear al Pueblo Elegido), menudearan casos de interpretaciones flexibles de la norma que permitían a los hebreos vivir más o menos tranquilos. La cosa no era tan terrible y los incumplimientos se sucedían, así como respetuosos cumplimientos “originales” tales como, por ejemplo, las madres que arrojaban a los niños al río, sí, pero en simpáticas y flotantes cestitas, por lo que pudiera pasar.
Una de ellas, que optó por esta solución de compromiso, contruyó una gran cesta, y, con esos mimbres, dio carta de naturaleza a la Fuerza Naval israelí. Escuadrada por fuerzas de apoyo terrestre (la hermana del vastagillo) este portento de la naútica llegó a las mismísimas puertas del Palacio de Faraón. Con una tripulación, hemos de reconocerlo, no excesivamente ducha ni preparada. Pero, a lo que se pudo comprobar, suficientemente experimentada para enervar la defensa egipcia. A las puertas de Palacio, la hija de Faraón, conmovida y olvidando que la obligación de todo pueblo en lucha por su autodeterminación es destruir a sus oponentes, demostró el motivo por el que los árabes pierden las guerras. Ni se le ocurrió dar cumplimiento a la orden de su propio padre, sino que encargó a la hermanita que buscara una “nodriza hebrea” para cuidar al bebé. Curiosamente, la propia madre de ambos se encargó gustosa de ello y, para coronar el despropósito, a gastos pagados ya que la hija de Faraón se ofreció a sufragar una generosa pensión alimenticia.
Cuando los hebreos varones debían estar siendo exterminados algunos de ellos crecían tranquilamente e incluso eran subvencionados por la familia de Faraón. Con tal desapego a su propia estrategia el desastre no podía sino llegar irremisiblemente. Porque, por mucho que Moisés (“sacado de las aguas”) fuera entregado a la familia de Faraón una vez criado como intento de demostrar la posibilidad de la convivencia y concordia entre pueblos, es sabido que ningún proyecto de afirmación etnicista puede realizarse sobre la base de componendas o búsqueda de armonías entre quienes son distintos. Y, menos todavía, si la coexistencia ha de hacerse con el Pueblo Elegido, de cuyo historial de fechorías y esquilmamiento de vidas y bienes Faraón tenía una clara idea pero, al parecer, no tanto su familia.
Sólo el tiempo avalaría las importantísimas consecuencias de la primera pensión de alimentos de la Historia del Mundo. Mientras tanto es hora de conocer algo mejor a Moisés.
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