Historia Sagrada. 45
La generación de la ira: preparando la Intifada judía (Éxodo 1, 1-14)
Tras la apasionante historia del Génesis, en la que la Biblia nos relata el nacimiento de la especie humana y deja claro a través del seguimiento al linaje de los elegidos y sus andanzas que el hombre (o, al menos, cierto tipo de hombre), es el rey de la creación, nuestro texto pasa página y se enriquece por momentos. Dejando a un lado una visión eminentemente antrópica, centrada en las peculiares vivencias biográficas de la estirpe de mercaderes y sinvergüenzas que son el origen y ejemplo de los sistemas éticos de las sociedades en las que vivimos, el Libro pasa a continuación a situarnos en el terreno de lo social. Los hombres son lo de menos, los pueblos pasan a ser lo verdaderamente importante, pues constituyen, en realidad, la verdadera esencia de la creación. La Biblia, con sólo cerrar el primero de sus libros, tiene ya muy claro lo que al nacionalismo vasco le ha costado siglos entender (aunque evidentemente con la ayuda de sus seminaristas de servicio) y a muchos cerriles liberales sigue sin entrarles en la cabeza: lo importante no son las personas ni sus derechos sino las vivencias de los pueblos y las penalidades en las que se forjan las etnias. El segundo libro de la Biblia, el Éxodo, se eleva de forma majestuosa y nos permitirá asistir no ya a las cuitas de los Abrahams, Jacobs o Josés de turno, no. En Éxodo asistiremos a la forja de un pueblo, al nacimiento (a través de un espectacular momento histórico-salvífico) de una comunidad de destino en lo universal.
La magnitud del reto que supone hacer comprender tal proceso de comunión identitaria, sus causas y sus desencadenantes, obliga a plantear las condiciones previas. Es justo y necesario, en este punto, recordar que la parentela de Jacob, aprovechándose de las buenas artes de José, se había aposentado en Egipto de forma poderosa. Empleando las técnicas propias del linaje, tenía económicamente sojuzgada a la población natural de la zona, pues dominaban las industrias básicas del momento (cuidar cabras y exprimirlas debidamente para que dieran leche) y había logrado feudalizar a grandes masas de la población egipcia. Contaba, además, con el favor de Faraón, quien como recordaremos, además, por consideración a José había dado las mejores tierras a los hebreos para que sus ganados pudieran comer todos los cereales que tanta falta hacían a la población del lugar (Génesis 46, 31-34; 47, 1-12). José y sus descendientes, más su parentela venida de la mano de Jacob, constituían el más puro ejemplo de dominación oligárquica en el Egipto de esos días. En esos términos, las cosas iban razonablemente bien para ellos. Y, a falta de poder aspirar a robar más a los lugareños (a quienes no quedaba apenas nada), sus ansias de latrocinio parecían aplacadas. Sólo iniciando de nuevo una peregrinación en busca de nuevas tierras podrían apropiarse de más bienes con la ayuda de Dios. Y, por el momento, no estaban por la labor. De forma que coexistían pacíficamente en Egipto y es lógico que en la bonanza, y tras la muerte de José, se multiplicaran sobremanera. Como informa la Biblia, los opulentos israelitas acabaron llenando toda la región. Y es que poco podían hacer contra esta fuerza de la naturaleza demográfica las gentes del lugar, desnutridas y desmoralizadas, más o menos resignadas a su suerte.
Sin embargo, esta plácida situación se vió truncada por la muerte de Faraón. Ese pedazo de Faraón que había consentido y alentado la dominación económica de su pueblo a manos de los israelitas fallece y es enterrado en loor de multitudes, aclamado debidamente y deificado, según manda la tradición. Y a este Faraón le sucede otro, de nombre Faraón, que, a diferencia del anterior Faraón, tenía las cosas claras. O, al menos, las tenía tan claras como su predecesor pero en otra dirección, de sesgo innoblemente nacional-clientelista. Básicamente, llegado al poder, ordena hacer la auditoría de rigor, levantando alfombras y papiros, y se da de bruces con una desagradable situación. “El pueblo israelita es más numeroso y potente que nosotros”, constata. Y concluye que eso ha de remediarse por medio de una revolución nacional-etnicista con todas las de la ley, que suponga el primer ejercicio de una libre y pacífica utilización del sacro derecho de autodeterminación en toda la Historia. A tan sagaz conclusión teórica anuda la puesta en marcha de una política de hostigamiento contra la población civil: “Obremos cautamente con él para que no siga multiplicándose, no vaya a suceder que venga una guerra, se unan contra nuestros enemigos, luchen contra nosotros y logren salir del país”. Quien así oyera hablar a Faraón quedaría anonadado. Parece obvio que este primer experimento de afirmación nacional era más bien ingenuo. La máxima preocupación del tío era impedir que los malvados israelitas, más numerosos que ellos y dueños de las riquezas del país, lo abandonaran. ¿Imaginan Ustedes a los ciudadanos iraquíes preocupados porque las empresas petroleras estadounidenses puedan decidir abandonar el país? Pues lo mismo. Desde un prisma moderno más bien parece claro que sería una bendición para Faraón y los suyos asistir a la marcha de los israelitas. Pero, por estas cosas que psiquiátricamente son conocidas como síndrome de Estocolmo, la política que pone en marcha Faraón consiste, esencialmente, en negar todo derecho a los israelitas y putearles sin permitirles salir de sus fronteras. Todo perfecto, desde el Manual de Autodeterminación de cabecera de cualquier lehendakari que se precie, con una única excepción, la de no permitir la salida de los hostigados. ¿Acaso no habría sido más sencillo dejarles marchar tranquilamente en vez de emperrarse en tenerlos cerca, si nada bueno traían? Pero no, el germen del odio interétnico estaba sembrado, y el todo-represión fue la opción elegida. Nada de civilizados sistemas que obliguen a emigrar a la costa del sureste hispánico a los no comprometidos con el proyecto nacional. Básicamente, como puede comprobarse, los judíos de hoy en día aprendieron en carne de sus antepasados cómo hay que tratar a los pueblos numerosos que viven en tus tierras.
La táctica de Faraón consistió en tratar de poner a los israelitas a trabajar, controlados por capataces. Estos trabajos forzados, sorprendentemente, no acababan de minarlos, pues seguían reproduciéndose con alegría. Al parecer, e iniciando lo que será una tradición histórica, poner a trabajar a un judío es una forma intrincadamente perversa de acabar logrando efectos muy negativos para quien lo pretende putear. Cada vez eran más y más, y ello suponía problemas para Faraón, que no encontraba un número bastante de capataces de obra suficientemente competentes como para organizar bien la sucesión de almuerzos y paradas para tomar un vinito requeridas en toda obra pública que se precie. Así que Faraón opta por esclavizar al pueblo israelita, abaratando costes en capataces, que pueden ser sustituidos por señores con látigos que requieren menos formación, pero ni por esas. La reproducción seguía y seguía. Toda una generación, muy numerosa, oprimida y nacida en la ira y el rencor, estaba empezando a ser cobijada en el otrora pacífico Egipto. El germen de una confrontación a muerte parecía inevitable. Un pueblo boyante había sido esclavizado y desposeido de las riquezas y posición económica (obtenida gracias a la arbitrariedad de Faraón) por culpa de la arbitrariedad de otro Faraón. ¿Acaso no es lógico que de ahí no surja sino rencor y desencuentro? Imaginen, por poner un ejemplo histórico cercano, a la militancia del Partido Popular que se viera por la injusta arbitrariedad de los españoles desposeída de los cargos públicos que vienen ejerciendo desde hace años. ¿Acaso no es una provocación? ¿Acaso no es lógico que surja ira y violencia? ¿Acaso no es “otro 36”?
Constatando que esta situación iba a provocar a término una revuelta popular, pues aunque esclavos y desarmados, si muchos, los harapientos pueden montar un buen follón incluso a base de piedras contra las bien armadas y equipadas con los últimos modelos de flechas tropas de Faraón, Egipto puso en práctica, para tratar de domeñar a los díscolos, un ingenioso e inédito (pero que haría largo camino histórico) modo de control: las técnicas de reducción de la natalidad de Reyes, Mesías, Redentores y/o Hijos de Dios en la Tierra. Pero nada de eso amilanó a los israelitas, que aprovecharon la ocasión para poner una de las piedras de lo que constituirá su esencia como pueblo. Se trata de nuestro próximo capítulo: El primer buque de las Fuerzas Armadas Judías.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.