Historia Sagrada. 11
El Patriarca iluminado (Génesis 11, 10-31, 12, 1-9)
Vamos, de nuevo, a dar un pequeño salto y a ahorrarles la apasionante descripción genealógica que realiza la Biblia hasta llegar al que sin discusión es el Primer Gran Hombre de este Libro de Libros (hasta el momento nadie puede arrogarse semejante título, pues Adán era un tipo débil y contrahecho, de los pocos que ha habido sobre la faz de este mundo que han caído en la típica trampa femenina de hacer comer a todo el mundo las “sanísimas” frutas y verduras; por otra parte Noé era un pobre borracho que si bien construyó un barco imponente para el estado de la ciencia del momento luego no supo aprovechar la situación para convertirse en el primer armador de la Historia de la Humanidad).
Como recordarán nuestro entrañable Noé tuvo bastantes hijos pasado el susto acuático. Uno de ellos, Sem, nos permite recuperar el hilo de nuestra historia. En noveno grado (si no hemos contado mal) en línea directa (nada de colaterales ni rollos de esos) aparece Abrán (o Abrahán o Abraham, como les guste más), quien estaba llamado a más altas cotas de las que este humilde origen podía hacer sospechar. Como esto va camino de convertirse eun lo más parecido a un culebrón venezolano que Él puede tolerar es conveniente indicar algunos datos adicionales sobre las relaciones familiares de este gran hombre.
Abrán llevaba con orgullo su noble estirpe (recuerden, descendiente directo de Noé, como Usted y como yo, como 6000 millones de humanos en la actualidad). Su papá era Téraj, que a la edad de setenta años, de golpe, había engendrado a nuestro héroe y a dos infantes más: Najor y Harán. Harán, como persona seria preocupada por el hecho de que su país empezara a ver peligrar la tasa de sustitución poblacional se casó para engendrar a Lot y, satisfecho, dejar este Valle de Lágrimas. De acuerdo con esto, según nuestros cálculos, Lot era sobrino de Abrán. Mientras tanto el propio Abrán y Najor se casaron (pero no entre ellos, pues los caldeos estaban perdiendo las sanas costumbres de sus ancestros). Mientras que Najor se casó con Milcá, hija de Harán (esto es, su esposa y sobrina a la vez), Abrán fue a elegir a una mujer llamada Saray como esposa. La tal Saray inaugura la moda de mujeres con nombres horteras e insoportables que logran gracias al pretendido exotismo del nombrecito cazar hombre a pesar de su evidente falta de virtudes. Y es que Saray, además de tener un nombre horrible (llámenla Sara si prefieren), era estéril.
Dada esta dramática situación familiar el patriarca de la familia decidió obligar a Abrán a partir con su mujer y su sobrino huérfano Lot. En este preciso instante se inaugura la época de las grandes migraciones. Un abuelo un poco harto de los familiares gorrones que a buen seguro le dilapidaban el patrimonio familiar y que, sobre todo, no le procuraban descendencia, decide marchar con ellos a buscar mejor fortuna. Para ello les promete una tierra de riquezas, Canáan. Como es lógico nuestros protagonistas no llegaron a Canáan. Unos kilómetros fuera de la aldea nadie parecía muy preocupado por el lío familiar, las burlas cesaron y ellos decidieron quedarse un tiempo allí. Desde este preciso instante presenciamos el primer asentamiento de colonos de la Historia. Y, también, la primera tumba conflictiva de Oriente Medio, pues Téraj cometió la indelicadeza de morir ahí, de manera que un “primer lugar santo” en tierra extraña aparece.
Y tras el desafortunado óbito Abrán se convierte en el iluminado que todos conocemos. El Señor, con su habitual concreción, se le aparece y le toca con su mano divina: “Sal de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre, y vete al país que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre. Tú serás una bendición: Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la Tierra.”
Evidentemente, la aparición que relata la Biblia es absolutamente verídica. De otra manera es inconcebible la dureza del Señor con Abrán, pues si bien es cierto que le bendice y todo ese rollo lo hace a cambio de obligarle a abandonar la casa de su padre. Sin herencia y obligado a abandonar el hogar paterno (no teniendo hijos por culpa de su mujer podría haber vivido allí luengos años, y ¿acaso alguien cree que los 75 añitos de edad son momento de emprender aventuras independientes?) comienza el deambular de Abrán. Dios, en su bondad, había olvidado las precisiones geográficas y la vida de Abrán se convierte en un vagar sin fin.
Primero arriba, por fin, a Canáan, cumpliendo así con unas décadas de retraso lo propuesto por su padre. Al llegar el señor, magnánimo e imprudente, le promete esas tierras a sus descendientes (tierras muy codiciadas históricamente por estar llenas de los caracoles de los que se extrae la púrpura – canáa, elemento básico en esas sociedades como el petróleo en las actuales). Con este título legitimador las guerras, años después, estarían servidas. Abrán, un tipo coherente, acogió el regalo con gratitud. Pensando sin duda que esto era Jauja (tierra que piso tierra que me regala el señor) mandó construir un altar a sus esclavos y se largó con viento fresco, a ver si ampliaba dominios con este peculiar método de conquista divina. Así se largó a Betel, aunque no logró repetir el éxito de Canáan. Sin descorazonarse Abrán lo vuelve a intentar y se larga a Negueb, donde se instala. Por esa época Abrán ya había recorrido toda la actual Palestina y un reguero de buenas obras y concordias había quedado tras él.
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