Capítulo XCIX: Alfonso IX, El Que Vive en Pecado

Año de nuestro Señor de 1188

A la muerte del sin par Fernando II de León, le sucede su hijo Alfonso IX (1188 – 1230), que sería el último de los reyes de un reino de León independiente, no sometido a la opresiva tiranía castellana. Alfonso IX fue un hombre de su tiempo, empeñado en alcanzar la grandeza material y espiritual para su reino y para él mismo, por la vía entonces al uso: la impúdica exhibición de virilidad desde todas las perspectivas posibles.

Alfonso IX casó en primeras nupcias con la infanta Teresa de Portugal, con la que mantuvo relaciones incestuosas durante varios años hasta que el Papa, cansado de la persistencia en el pecado y del impago de las correspondientes bulas redentoras, anula el matrimonio aduciendo que ambos cónyuges son primos, precedente que, sin embargo, no impediría en un futuro el brillante historial de relaciones incestuosas entre los miembros de nuestra realeza que tan brillantes frutos genéticos nos ha deparado.

Como demostración de que los jueces tienden a favorecer a las mujeres en las sentencias de divorcio desde los más remotos tiempos, mientras a Alfonso IX el Papa le obliga a correr con los gastos del pleito y lo deja en difícil situación ante Dios y ante la Historia, su ex mujer Teresa, tan culpable de pecado como él, es elevada a los altares como Santa Teresa de Portugal, como diciendo “hay que ver lo inmensamente ridículos, pacatos y antiespañoles que son los mitos fundacionales portugueses, aprendan del Cid y Don Pelayo, aprendan”.

Indignado ante el insulto que para su potencia sexual constituye privarle de yacer libremente con su familia, Alfonso IX, para demostrar que los tenía bien puestos, comenzó a guerrear con Castilla por un quítame allá ese fragmento de páramo, generalmente con suerte adversa. Aprovechó la derrota castellana en Alarcos para montar una gran Coalición contra el imperialismo castellano, que intentó repartirse Castilla entre los coaligados, pero Alfonso VIII se pone a repartir yoyah que no veas y acaba conquistando algunas plazas fronterizas leonesas, imponiendo a Alfonso IX de León un humillante tratado en el que este último le rinde vasallaje, afirma contrito que Alfonso el Chico, pese a su apodo, es mucho más macho que él, y finalmente es obligado a casarse con la hija de Alfonso VIII, Doña Berenguela, grácil mujer de gran belleza que de inmediato sedujo a Alfonso IX en la alcoba con razones de peso (“¡Calla tontorrón! ¡Algún día morirá el Enano y tú te quedarás con todo!”).

Lamentablemente, el nuevo Papa Inocencio III era tan estrecho como el anterior, y echando mano del árbol genealógico dedujo que los cónyuges eran también primos, lo que si bien ayuda a reivindicar de nuevo el papel de Alfonso IX como rey moderno, ajeno a barreras mentales que le impidieran desarrollar libremente su sexualidad, y que relativizó la importancia sociológica de la institución matrimonial, en primer lugar hay que decir que lo del sexo libre y desenfadado no lo inventó él (si acaso, una nueva modalidad), pues en nuestra Histeria existían ya abundantes precedentes de todo tipo de desviaciones sexuales, y en segundo lugar el hombre acabaría arruinado de tanto soltar pasta para la manutención de sus ex esposas.

Deseoso de recuperar el tiempo perdido con tanto ímpetu sexual, y ante la imposibilidad de demostrar su virilidad por la vía íntima, Alfonso IX desenvaina su otra espada, la de soltar yoyah, y se pone al frente de sus ejércitos, en un ejercicio de grandeza que recordarán los anales, para reconquistar las plazas leonesas que preservaban los castellanos, aprovechando que Alfonso VIII se ha ido a repartir chapapote en las Navas de Tolosa, de donde obviamente el leonés se ausenta.

En sus últimos años, tras varios intentos infructuosos de quitarle Castilla a su hijo Fernando III, con el que se enfrenta en ocasiones sucesivas en un sutil intento de conseguir a cambio sus favores sexuales y, quién sabe, directamente la excomunión, Alfonso IX decide, por fin, dedicarse a aprovecharse de los desvalidos reyezuelos islámicos, en lo que fue una palmaria demostración de incompetencia diplomática, pues por una vez en su vida Alfonso IX se comportó como una nena y no tuvo agallas para romper su pacto expansionista con Portugal, con lo que, en lugar de ir directamente hacia el Atlántico para cerrarles el camino y asegurar para España las ricas y fértiles tierras del Alentejo, paraíso de cualquier director de spaguetti western que se precie, se limitó a conquistar Extremadura (para lo cual no había tanta prisa, pues todos tenemos claro que Extremadura es española “desde siempre”, e indudablemente tarde o temprano habría llegado al redil hispánico), en donde aplicó un revolucionario plan de reparto de las tierras consistente en “todo esto, para mi amigo Pepito, todo lo de allá, para Jorgito, y lo que queda, para la Iglesia, que a cambio me dejará llevarme al huerto a mis nietecitas”.

Poco más tarde muere Alfonso IX, que aunque Ustedes no lo crean también hizo cosas positivas (la creación de la Universidad de Salamanca, síntoma claro de su entusiasmo por la endogamia en todas sus formas, y las Cortes de León, primeras instituciones democráticas del Mundo Mundial, como no podía ser menos tratándose de un sistema político español “de toda la vida”, de las que ya hablaremos). A su muerte le sucede Fernando III, que une bajo un mismo trono, definitivamente, Castilla y León, y se aprovecha del principio del fin de la presencia islámica en España que había tenido lugar en Navas de Tolosa.translate english to russiaчугунные сковороды купить


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