Capítulo XCII: El Cid (I): El mito

Año de nuestro Señor de 1065

Cuando Alfonso VI alcanza el trono de Castilla a raíz de la desdichada muerte de su querido hermano Sancho es obligado a jurar tres veces, como ya les contamos, en la Iglesia de Santa Gadea de Burgos, que él no había tenido nada que ver en la muerte de su hermano. El encargado de dar pie a Su Majestad para que jurase fue un alférez del ejército de Castilla, Rodrigo Díaz de Vivar, llamado a grandes obras en esta Histeria. En un principio Alfonso, de corazón grande y mirada lejana, no tuvo ningún inconveniente en mantener a Rodrigo a su vera, y de hecho le encargó misiones de gran importancia para su reino, más concretamente el cobro de las parias a los musulmanes, función esta en la que los conocimientos jurídicos del Cid (del árabe Sidi = Señor), su profundo respeto por las tradiciones islámicas y, accesoriamente, su bien bruñida espada y aspecto de bestia, servían a la perfección. De hecho Alfonso VI, deseoso de tener contento a su capitán de armas, le consigue un matrimonio ventajoso con una nieta de Alfonso V de León, Doña Jimena, que aporta una cuantiosa dote al Cid con la que éste logrará erigir un poderoso ejército personal.

A los pocos años Alfonso, sin embargo, se enoja fuertemente con su súbdito, a causa probablemente de las maledicencias de la Corte (referidas al talante independiente del Cid, a la humillación que Alfonso había sufrido a manos del Cid en Santa Gadea y, no es descartable, a la incomparablemente mayor virilidad de Rodrigo respecto a su señor) y al severo correctivo al que Rodrigo Díaz de Vivar somete a un tal García Ordóñez, conde de Nájera, enemigo personal del Cid (con un encono que no volveríamos a ver hasta los tiempos de Pedro J. Ramírez con el felipismo) y favorito real.

Total que el Cid es condenado al destierro, según las rígidas leyes de la época, a saber: su castillo ha de quedar abierto a los cuatro vientos para que cualquier joven pudiera okuparlo, renunciando momentáneamente a sus tierras y viéndose obligado a abandonar el reino de Alfonso VI. Allí comienza la epopeya personal del Cid y sus mesnadas, llamados a culminar una de las más gloriosas gestas de la cristiandad contra sus enemigos.

La privilegiada inteligencia del Cid sabe ver bien pronto que nada mejor para luchar contra el Islam que hacerlo “desde dentro”, aliándose con ellos frente a los antiespañoles reinos “de provincias” de Aragón y Navarra y el directamente periférico condado de Cataluña. Durante años el Cid defiende con su espada las taifas de Valencia y Zaragoza frente a los almorávides y frente a estos reinos cristianos sospechosos de ambigüedad en la fe en Cristo y que, además, pagaban mucho peor que los musulmanes. Con esta inteligente política el Cid consigue arruinar aún más a los reinos de taifas, pues habían de pagarle suculentos sueldos, evita que reinos distintos al castellano pudieran luchar eficazmente contra los almorávides y, algún día, aspirar a un territorio similar en importancia al de la verdadera cuna de la hispanidad, Castilla, crea una maniobra de diversión que obligara al poder almorávide a luchar contra dos enemigos (Castilla – León, por un lado, y los reinos de taifas protegidos por el Cid, por otro) y, en última instancia, por qué no decirlo, se crea él mismo un capitalito simbolizado por el reino musulmán de Valencia, que el Cid acaba conquistando para sí ante el impago del tributo y la sospecha fundada de que el reyezuelo local, en un ejercicio de antiespañolismo digno de mejor causa, se disponía a aliarse con los almorávides. El Cid gobernó con justicia y equidad Valencia hasta su muerte (1099), dejando un excelente recuerdo en los musulmanes, de tal forma que después de muerto sus caballeros acostumbraban a atar el cadáver del Cid a su caballo, ante lo cual las huestes islámicas huían despavoridas, no sabemos si por el olor putrefacto que emanaba del cuerpo de Rodrigo Díaz de Vivar o, acostumbrados ya los musulmanes a este olor corporal en vida del Cid (no olvidemos que estamos hablando de la Edad Media, cuando bañarse era una cosa “de maricones”), simplemente huían ante la perspectiva de tener que pagarle tributo. Con estos grandes hechos que acabamos de relatar no se extrañarán Ustedes de que el Cid trascienda todas las épocas para convertirse en una de las más grandes figuras españolas de todos los tiempos. “El Cid (II): La leyenda”.

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