Capítulo XC: Alfonso VI conquista Toledo
Año de nuestro Señor de 1065
Como recordarán, el malvado Bellido Dolfos asesinó de mala manera al buen rey Sancho II, que total, sólo quería conquistar, matar y saquear como buen español. Pese a la magnitud de la tragedia, la vida sigue, y los castellanos tuvieron que ponerse a buscar por doquier a un nuevo rey. ¿Y qué mejor que Alfonso VI (1065 – 1109), hermano del finado, que en aquella época, privado del reino de León, se solazaba en la corte del rey taifa de Toledo?
Sin embargo, para llegar a ser rey Alfonso VI tuvo que pasar el mal trago del “Juramento de Santa Gadea” en Burgos, consistente en que, por tres veces y ante los nobles y caballeros del rey Sancho II, tuvo que jurar por sus muertos que él no había tenido nada que ver en la muerte del susodicho. Arreglado el incidente, Alfonso VI fue nombrado rey de Castilla y León, y tras otorgar a Bellido Dolfos una pensión vitalicia, una estatua ecuestre en la plaza de su pueblo y, lo más importante, un cargo público, se dispuso a gobernar con justicia y equidad a sus súbditos, en buena vecindad con los taifas musulmanes.
Por tanto, lo primero que hizo Alfonso VI fue apresar al otro hermano que quedaba por ahí pululando, García el gallego, y continuó así engordando sus territorios; lo segundo, impuso un rígido sistema de tributos a los reinos de taifas, para engrosar sus arcas y así recuperarse de la pasta que le habían costado los servicios de Bellido Dolfos.
Con el dinero sobrante, aún le dio tiempo a ofrecer a unos amigotes, Pedro Ansúrez y esposa, unas tierras yermas en mitad del páramo castellano en las que con el tiempo, sin embargo, surgirían grandes obras. Porque Pedro Ansúrez se convirtió en señor de una de las ciudades más mayestáticas que vieron los siglos, Valladolid, en aquella época un poblacho de mala muerte y que gracias a los buenos oficios de Ansúrez, y la pasta de Alfonso VI se convertiría en pocos años en una bella ciudad que albergaría a algunos de los más grandes hombres que vieron los siglos.
Tras desterrar por primera vez al Cid (1081), Alfonso VI, ansioso de nuevas victorias, agradece la hospitalidad de la taifa de Toledo conquistándola y añadiéndola a su reino. El gran rey culminaba con ello una de las más grandes victorias de la Cristiandad hasta aquella fecha y, porqué no decirlo, una de las pocas victorias de la Cristiandad sobre los malvados herejes musulmanes. Toledo era la antigua capital del Estado visigótico y una de las ciudades más importantes de la España islámica, y su reconquista por parte de un rey cristiano poseía un enorme valor simbólico (por no hablar del otro, el material): Alfonso VI demostraba, conquistando Toledo, que era casi tan bruto como sus antepasados godos, por no decir más, entre los vítores de la afición.
La verdad es que si hubiera sido un poco más avispado Alfonso VI se habría hecho en pocos años, una vez ya no quedaba ningún rey cristiano contra el que luchar, con la práctica totalidad de los reinos de taifas, pero el hombre antepuso su afán de lucro representado en los tributos que pagaban los taifas a la razón de la fe en Cristo expresada en la lucha sin cuartel con los musulmanes, y claro, Dios le castigó, en forma de reunión desesperada de los reyezuelos de las taifas, que estaban hasta los huevos de aflojar la pasta y sospechaban con su fina capacidad de análisis político que tarde o temprano Alfonso VI haría con ellos lo que acababa de hacer con Toledo. Uno esperaría que estos “reyes”, cultos y refinados como eran, no tendrían ningún inconveniente en alcanzar un acuerdo de Federación de reinos de taifas, o algo así, para enfrentarse en igualdad de condiciones a los enormes ejércitos cristianos, pero recuerden que ante todo estos taifas eran españoles, por lo que cada uno decidió seguir en su cortijo particular y en lugar de unirse decidieron llamar a un grupo de salvajes del Norte de África para que los defendieran: “Llegan los Almorávides”.
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