Capítulo LXXVIII: Aragón tiene sed
Año de nuestro Señor de 808
Ya hemos comprobado que el impulso vital de los aragoneses era extender su territorio por todo el orbe conocido, o al menos por todo el orbe que conocían los más aventajados vasallos pirenaicos, es decir, hasta la siguiente cadena de montañas. Podría dar la sensación de que los reyes aragoneses eran unos oportunistas que buscaban cualquier recurso para medrar y adquirir territorio, pero no es así: también sabían hacer gala, llegado el momento, de su virilidad. Recuerden que dos reyes aragoneses, Ramiro I y Sancho I Ramírez, murieron en sendos sitios de ciudades musulmanas; y aún caerían más.
Tal pasión por la sangre parece un poco absurda: ¿no son los Pirineos un lugar idílico para vivir, un sitio en el que todo el mundo fue siempre feliz, como preconizan actualmente algunos nacionalismos peninsulares en la parte que les toca? (menos el español, que siempre pensó que los Picos de Europa resultaban como más masculinos). En efecto, los Pirineos, en cuanto parte de España, pueden considerarse un Nuevo Edén, pero lamentablemente aquellos que los habitaban no estaban satisfechos con lo adquirido y querían más, siempre más, todo con tal de poder atizarse con los habitantes de otras tierras. Sin embargo, había dos motivos que justificaban parcialmente al menos el ansia aragonesa por nuevas tierras: en primer lugar la Lebensraum ya mencionada. En el Pirineo aragonés los hombres, además de batallar, también demostraban su masculinidad procreando hijos y más hijos, que al crecer se convertían en hombres y tenían más hijos, y más, cada vez más… Aquello, al final, parecía la India y de alguna manera había que repartir a los hijos en nuevos territorios. Pero además de esto, había algo aún más importante: el agua.
Muchos de Ustedes, indudablemente, se preguntarán de dónde viene la pasión aragonesa por el agua. En apariencia, los aragoneses son gente que bebe agua, muchísima agua, tanta que no quieren compartirla con los demás. Tal vez esto sea cierto (en mi caso, en mis últimas visitas a estas tierras menudeaba más el vino que el agua, aunque tal vez estuviera adulterado), pero tampoco beben lo suficiente, en cualquier caso, pues en el Ebro sigue quedando agua. Cualquier persona que pase por Aragón se dará cuenta enseguida de que esta agua no ha sido muy bien aprovechada para crear regadíos, hasta el momento. Esto tampoco tiene importancia, pues hay razones sentimentales (aquí queríamos llegar), históricas y culturales que han creado una relación simbiótica e irrompible entre los aragoneses y el Ebro. Todo esto son paparruchadas, me dirán; naturalmente, pero si otros tienen Rh positivo me concederán que los aragoneses también tienen derecho a sus pequeños vicios patrióticos. Y además, es preciso inquirir que la falacia del Ebro tiene una pequeña parte de razón histérica.
Desde sus inicios, los reyes aragoneses se marcan como objetivo hacer progresar sus tierras buscando la desembocadura del Ebro. El río es visto como eje de la región y centro de la vida de los aragoneses, y se considera consecuencia lógica de su expansión la llegada al mar (ya saben, el comercio, la riqueza) a través del Ebro. Con tal fin, todos los reyes aragoneses buscan incesantemente la conquista de las tierras colindantes con el Ebro (que por otro lado eran las únicas habitables, porque si no ya me dirán), aparcando totalmente cualquier otro objetivo. Con la unión con Navarra, que queda supeditada a la política aragonesa durante todos estos años, el interés por llegar a Tortosa se acrecienta, pues la porción de río controlada por los aragoneses es mayor. El objetivo finalmente fracasó (hagamos un poco más de victimismo) “por culpa de los catalanes”, de los castellanos, de Jaime I y, si me apuran, del felipismo, pero los sucesores de Pedro I lo intentaron a destajo. Vean si no me creen el siguiente capítulo, Alfonso I el Batallador o “Alfonso I, el Cornudo Apaleado”.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.