Capítulo CVIII: Pedro III el Grande (II): Por el Imperio hacia Dios
Año de nuestro Señor de 1276
Ayer publicábamos la primera parte de la épica historia de Pedro III el Grande. Dada la rigidez inherente al ritmo de actualizaciones de esta Histeria (una a la semana, o cada quince días, o cada mes, o vaya Usted a saber cuánto tiempo) no era en principio previsible que publicáramos dos textos en dos días, pero qué quieren que les diga, la personalidad y grandes fañazas de Pedro III son tan mayestáticos que “había que hacerlo”. Y si no les gusta, cuidadito, no me calienten, que yo aquí me pongo a soltar yoyah y me quedo solo, ¿sabeh? Y es que, cuando uno se acerca al estudio de personajes tan sobresalientes como Pedro III, inevitablemente busca mimetizar algunas de sus características.
Habíamos dejado a Pedro III coronándose rey de Sicilia en contra de Francia y el Papado, pero con el apoyo (no podía ser menos) de los simpáticos lugareños. Entra en guerra con el aspirante angevino, Carlos de Anjou, y destroza su flota, que tenía sitiada Messina. A continuación, Pedro III nombra almirante de la flota aragonesa a Roger de Lauria, un tío tan español que lo mirabas y ya daba miedo, pero al mismo tiempo un tío tan poco español que, no es ya que su apellido resultase sospechosamente periférico, sino que además se molestaba en aunar, a su natural hombría en la dirección de la flota, un agudo sentido estratégico que le permitió contar sus batallas navales por victorias, talmente como si, en realidad, fuese inglés.
Mientras Roger de Lauria conquista Malta y Djerba (frente a la costa de Túnez) para fortalecer las incipientes rutas comerciales aragonesas y su situación estratégica (se lo dije, un tío con estudios, que no se limitaba a luchar “porque yo lo valgo”), Pedro III consolida su dominio de la isla, pero al mismo tiempo se enfrenta a una absoluta soledad en el plano internacional. Sus enemigos, Francia y el Papado, si bien un poco floripondios en comparación con los españoles, eran mucho más poderosos que la Corona de Aragón, y los supuestos aliados de ésta (Castilla, Inglaterra) miraron para otro lado. Ni siquiera las convincentes razones expuestas por Pedro (“espero que no os importe que todo el mundo os considere unos gallinas”), apelando a su masculinidad, pudieron aflojar la presión sobre el gran rey y el aislamiento de la Corona de Aragón, paralelismo claro, uno más, con el Caudillo. Pero el paralelismo, en apariencia, terminó bien pronto, en concreto cuando, a fines de 1282, el Papa Martín IV excomulgaba a Pedro, y poco después lo desposeía oficialmente de su reino, por ser Pedro contrario a la Ley de Dios, decía el Papa. Este hecho histórico podría resultar en principio sorprendente, pues es sabido que los españoles han sido siempre más papistas que el Papa, pero conviene recordar que esta expresión, “más papistas que el Papa”, no debe tomarse como “siempre de acuerdo, siempre defendiendo, al Papa”, sino “más infalibles que el Papa, más intolerantes que el Papa”, dejando claro que cuando un español entra en disputa con el Papa es más papista que éste porque, en tanto español, está infinitamente más cerca de Dios que cualquier Pontífice de tres al cuarto, no obstante lo cual, manifiesta su respeto por el Pastor que Dios puso en la Tierra para aquellos que nacieran con la desgracia de no ser españoles.
Por este motivo, Pedro no se aminaló ante las amenazas y el aislamiento, y mientras el Papa preparaba un a modo de Cruzada contra él Pedro montaba una especie de concentraciones patrióticas en las plazas de los pueblos catalanoaragonesas que venían a decir algo así como “si ellos tienen Cruzada nosotros tenemos Huevos”, claro antecedente del famoso “Si ellos tienen Onu nosotros tenemos Dos” del Caudillo, al mismo tiempo que, por otro lado, separaba oficialmente Sicilia de la Corona de Aragón y nombraba a su segundo hijo rey de la isla, como mostrando voluntad contemporizadora.
De poco le sirvió. La excomunión del Papa lanza sobre la Corona de Aragón un enorme ejército de 100.000 hombres a las órdenes del propio Rey de Francia, quien se aprestaba a coronar a su hijo rey de Aragón en virtud del pasteleo que se tenía con el Papa (ya ven, el complot judeomasónico se reproduce en nuestra Histeria mediante las más variadas e insospechadas formas). Al mismo tiempo, los nobles aragoneses, que ya tenían un odio particular a Pedro III por su autoritarismo, y que veían que la política exterior del monarca estaba pensada en beneficio de Cataluña, se rebelan contra Pedro y se niegan a luchar por él. En Aragón luchan las dos almas de todo español, el deber sagrado a la Iglesia y la devoción por el más bestia, y también algunos asuntillos de menor importancia, como que los nobles quieren medrar socialmente, mantener sus privilegios y participar de los “grandes beneficios” de la acción exterior del Monarca. De esta forma, Pedro III se ve obligado a firmar el Privilegio de la Unión, por el cual los miembros de la misma (o sea, los nobles aragoneses, pero no sólo ellos) obtienen una serie de ventajas y privilegios de orden social y económico y, al mismo tiempo, reducen el poder del rey frente a la ciudadanía, creando unas Cortes aragonesas, la institución del Justicia de Aragón, teóricamente independiente de la autoridad del Rey, y sobre todo, mi preferido por sus concomitancias con el Caudillo, el Consejo del Reino, ya saben, aquella institución formada por Notables de la revolución nacional – sindicalista y otros sectores del Movimiento Nacional con objeto montar un pequeño paripé de pseudocontrol al Anterior Jefe del Estado, que en el caso de la Corona de Aragón, curiosamente, tenía bastante más que decir.
A causa de las reticencias aragonesas, y el escaso entusiasmo de los catalanes y valencianos, Pedro III sólo puede reunir un pequeño ejército que intentará hacer frente al gigantesco ejército francés. Al mismo tiempo, su hermano Jaime, el mallorquín, traiciona a Pedro aliándose con Francia y regalándole las fortalezas del Rosellón para, desde allí, atacar con mayor comodidad a los catalanoaragoneses. Con estos mimbres, excomulgado, enfrentado a una coalición infinitamente más poderosa, el futuro de Pedro III se antojaba más que oscuro. Así que, por primera vez en su vida, tuvo que cambiar de táctica militar, cambiando el “sus y a ellos” por una sutil utilización del territorio que se adelantaría en varios siglos a las campañas napoleónicas: la política de tierra quemada, dejar territorio a los gabachos, destruir el propio país para que se internaran más y más en territorio hostil, ¿qué digo hostil? En territorio español, con todo lo que eso conlleva: el oprobio y la vergüenza continuos para los gabachos, humillados al comprobar el desapego de los españoles por lo material y aterrorizados ante la perspectiva de que a alguno de los lugareños le diera por enfrentarse a ellos, pues pese a su aplastante superioridad numérica los franceses no podían evitar el estigma eterno de no ser españoles.
Por si fuera poco, Pedro III fue tan eficaz en la destrucción del territorio, en el abandono de todo atisbo de civilización, en la generación de escombros y podredumbre doquiera pasara su pequeña tropa (lo cual, además, permitía de paso expoliar los territorios de los jodíos nobles), que fue también precursor en muchos siglos de otro invento militar que hoy día sigue causando un miedo atroz en el enemigo: la guerra biológica. En efecto, tanto se afanó Pedro en destruirlo todo que en la Corona de Aragón se declaró una epidemia de peste negra; una epidemia, añadiríamos, de procedencia claramente celestial, pues no tardó en contagiar al Ejército francés, diezmarlo, obligarle a emprender la retirada y por último, hostigados en los Pirineos por sucesivas emboscadas de las tropas de Pedro III, humillarlo y destruirlo. El propio rey de Francia murió de la infección antes de cruzar la frontera. ¿Es preciso explicar la lección moral que claramente se deriva de un hecho histórico tan sorprendente? ¿Deberíamos abundar en las consecuencias que tiene para unos sucios, estúpidos y, en suma, “diferentes” extranjeros pisar Tierra Santa, es decir, pisar España?
Con esta gigantesca victoria, unida al rutilante triunfo de Roger de Lauria frente a la flota francesa en aguas gerundenses, Pedro III, auténticamente Grande, consolidó su dominio sobre Sicilia, convirtió a la Corona de Aragón en una potencia mediterránea de la noche a la mañana, y una vez más permitió que nuestra Patria siguiera escribiendo gloriosas gestas en las páginas doradas de la Historia (ahí tienen, uno pone “Caudillo” en un texto unas cuantas veces y acaba escribiendo como José María Pemán). Pero al muy español aún le dio tiempo a hacer lo que cualquiera en este país hubiera hecho: en lugar de disfrutar del triunfo, afanarse en buscar venganza de la traición de su hermano Jaime. Cuando se disponía a invadir la isla le sorprendió la muerte, con lo que sería su hijo el que se encargaría de lavar la afrenta, soltando yoyah, claro. Pero antes conviene que nos refiramos a los mayores especialistas en soltar yoyah, en tanto españoles, con que contaba la Corona de Aragón: “Los Almogávares”.
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