Capítulo CVI: Pedro III el Grande (I): Las bases del Imperio
Año de nuestro Señor de 1276
Si Jaime I completó las conquistas netamente hispánicas de la Corona de Aragón incorporando los reinos de Valencia y Mallorca, Pedro III el Grande sería el encargado de darle dimensión internacional al asunto. Sin duda, Pedro es uno de los más grandes monarcas españoles de todos los tiempos, es decir, un hito más ofrendado por España a la Historia Universal. En apenas diez años (1276 – 1285), Pedro subvertió todos los cánones del orden establecido, dentro y sobre todo fuera de su Reino, utilizando el ancestral sistema del que todo español digno de tal nombre ha hecho siempre gala para enfrentarse a los poderosos: soltando unas hondonadas de hostias espectaculares y vertiendo sangre de sus enemigos en mayor medida que los hilillos de plastilina lo hicieron con el fuel del Prestige.
Bien pronto Pedro se dio cuenta de que la Corona de Aragón era una Unidad de Destino en lo Universal, al igual que haría siglos después el Caudillo; y también, al igual que el Caudillo, Pedro III consideró que la forma más eficaz de conseguir la inquebrantable unidad de la patria era repartiendo chapapote entre sus súbditos, a modo de entrenamiento para las grandes empresas a las que Pedro y sus reinos estaban destinados. De esta suerte, Pedro III comienza su reinado atizándose con los mudéjares valencianos, sublevados por acción y efecto del terrorismo internacional de raigambre islámica (y no, como diría algún antiespañol criptocomunista, porque no les hiciera gracia lo de ver a los cristianos ocupando el territorio y repartiéndose todos los chollos).
Apenas terminada la sublevación, Pedro III considera que sus súbditos comienzan a amariconarse peligrosamente; no en vano él había batallado, sí, pero sus caballeros, demasiado acostumbrados a la vida sedentaria, a la molicie, al hedonismo inherente a la prosperidad que en aquella época regaba la Corona de Aragón, estaban comenzando a oxidarse. Así que Pedro, al más puro estilo chulopiscinas, es coronado rey en Zaragoza pero sin jurar los sacrosantos fueros aragoneses, lo que enerva a los nobles y comienza a enfrentarlos al rey, un hecho que tendría sus consecuencias en los peores momentos de su reinado.
El Grande, que ya de joven lo era (Grande), se dedicaba a asesinar directamente a aquéllos que en un momento dado se oponían a sus pretensiones absolutistas (Pedro III como precursor de la Edad Moderna, o si somos mezquinos, Pedro III como salvaje autoritario que sólo entiende del lenguaje de las armas, o sea, precursor de la Edad Moderna pero como con menos glamour), y aunque bien es cierto que que ya antes de acceder al trono dio muestras de cierta crueldad (ahogándolos en un río, despeñándolos por un barranco, descuartizándolos a espadazos), también lo es que siempre se manejó dentro de la más estricta observancia, si no de la ley, sí del honor: “Es que me ha mirao mal”, venía a decir cuando su padre le afeaba su conducta. No cabe extrañar que un hombre como él, al igual, insistimos, que el Caudillo, tuviera unos sólidos principios morales que le empujaron a obrar de igual forma con algunos nobles levantiscos catalanes que se negaban a pagar más impuestos y en consecuencia, opinaba Pedro, ponían en duda su sexualidad: por un lado, la de Pedro, por pensar que lloriqueando como mujerzuelas iban a ablandarle como si él fuera representante oficioso del Colectivo Lambda, y por otro la de ellos mismos, por su absoluta falta de rectitud de espíritu, entereza y sobriedad que pusiera por delante del asqueroso materialismo la razón superior de la violencia. Como anticipo de lo que esperaría más adelante a todo aquél que osara poner en duda algo de lo que él dijera o hiciese, se hinchó a soltar yoyah hasta que todos convinieron en la necesidad de abrir espacios de diálogo, puntos de contacto, una búsqueda del consenso sistemática que llevó a los supervivientes a pagar lo que hiciera falta.
Una vez asentadas las bases, y solucionados los conflictos, de sus reinos, Pedro III pudo dedicarse a engrandecer los límites de los mismos. El problema es que las genialidades diplomáticas de su padre, Jaime I, lo habían dejado sin fronteras efectivas que conquistar a los malvados moros (al regalarle Murcia a los castellanos), y por muy masculinos que fueran los aragoneses Pedro III no se atrevía a ir a por el rey de Francia. Así que no tuvo más remedio que desarrollar su flota como vía de ampliar su Imperio con tierras de ultramar, política que buscaban con insistencia los catalanes para desarrollar el comercio mediterráneo. Hombre concienzudo y tradicional, Pedro III decidió hacer una última probatura de la eficacia de su armada con los siempre socorridos musulmanes, a los que hostigó en Algeciras, primero, y en el Norte de África, después. Pedro se dispone a conquistar Túnez, enclave estratégico para asegurar el comercio aragonés con el Mediterráneo oriental, ocasión para obtener la Gloria por la acción de las armas, bella ciudad norteafricana y, por qué no decirlo, que fue a conquistarla “porque sí”, por cojones, vamos.
En realidad, lo que le interesaba a Pedro III era el Reino de Sicilia, obligado correlato de Túnez para expandirse comercialmente, que había quedado sin descendencia. Por su matrimonio con Constanza Hohenstaufen, hija del fallecido rey siciliano, Pedro III tenía derecho a aspirar al trono, pero para ello tenía que enfrentarse al otro aspirante, Carlos de Anjou, que se había cargado al príncipe heredero y que estaba obviamente apoyado por Francia y, lo que es más importante, por el Papa Martín IV.
Cualquier persona racional habría visto las dificultades de tal empresa y habría aceptado el valor de los hechos consumados, renunciando al trono siciliano. Pero Pedro III no era una persona racional; Pedro III era un machote, un tío que los tenía bien colocaos, un hombre que había guiado toda su vida por el principio superior de la testosterona. Así que, aprovechando una rebelión del “buen pueblo siciliano” contra el opresor francés (las “Vísperas Sicilianas”, imagínense, todo el mundo ajustando cuentas, vengando la muerte de algún miembro de la familia, dándose besos en la boca, enviándose peces por correo, el sicilianismo en su máxima expresión, vamos), Pedro III es coronado Rey de la isla. El follón estaba servido: “Pedro III el Grande (II): Por el Imperio hacia Dios”
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