Capítulo CVI: Jaime I el Conquistador: la pulsión creativo – destructora
Año de nuestro Señor de 1214
Cansado por tener que hacer demostraciones de hombría a todas horas, por estar sometido a tantas presiones violento – sexuales, Jaime se puso al frente de sus ejércitos para conquistar la taifa de Valencia. Aunque no es nuestra intención relativizar aquí el mérito de la conquista, hay que decir que ésta fue un paseo militar, en la que Jaime, como si fuera un turista alemán disfrutando de los placeres de nuestras playas, se paraba en todos los chiringuitos – plazas fuertes que se le ponían por delante y efectuaba un asedio larguísimo y poco agobiante que permitiera a los suyos solazarse a gusto.
Tengan presente que la taifa de Valencia, pese a ser una de las más poderosas de las que quedaban en pie en la Península, no era en modo alguno comparable a la majestuosa Corona de Aragón en potencial económico y demográfico y, sobre todo, en un factor en principio intangible que explica buena parte de nuestros rutilantes éxitos a lo largo de la historia (y también los contados fracasos): su coeficiente de españolidad.
En efecto, los valencianos, maleados por años y años de dominio extranjero, habían perdido algunas de las esencias que los convertían en españoles cuando se miraban al espejo; si ahondamos en el alma de lo español, sabremos que, manteniendo el gusto por la vida sosegada, el español es capaz de los mayores placeres, un hedonismo vital como principio ordenador de su mundo que, sin embargo, no impide la realización de grandes obras, increíbles hazañas inalcanzables para el humano medio, que jalonan su por lo demás apacible existencia de momentos de triunfo y gloria, sea creando irrepetibles obras de arte, sea soltando yoyah (entiéndase “yoyah” en el más amplio sentido de la expresión).
El pueblo valenciano había mantenido su coeficiente de españolidad en el capítulo hedonista, pero no así la pasión creativo / destructiva que caracteriza a todo español que se precie. Víctimas de años de contaminación por bárbaras hordas de extranjeros, los valencianos habían llegado a pensar que en realidad lo importante es sólo disfrutar, y que no es necesario, de vez en cuando, mostrar la grandeza interior que todo español lleva consigo. Por este motivo, los valencianos contemplaron con hastío, incluso con cierta curiosidad, la llegada de los aragoneses repartiendo yoyah, preguntándose en qué momento de la Historia habían perdido ellos legitimidad para hacer lo propio. Por eso, en lugar de enfrentarse con eficacia a Jaime (en cuyo caso la guerra habría sido sangrienta hasta límites inconcebibles, habría generado caos y destrucción por doquier, pues bien es sabido el gusto del español para, puestos a destruirlo todo, hacerlo además contra un rival de mérito igual al suyo, razón por la cual son tan populares en España las guerras civiles), los valencianos decidieron recuperar lo perdido uniéndose sin dudarlo un momento al proyecto hispanomediterráneo que les ofrecía el gran rey.
En agradecimiento por los servicios prestados, Jaime concedió a Valencia el estatuto de reino, en condiciones de igualdad respecto a catalanes y aragoneses, iniciando el experimento autonómico en España, e iniciando, también, las tensiones inherentes al mismo, pues los aragoneses, que a fin de cuentas habían financiado la expedición, habían iniciado escarceos a espaldas de su rey, y habían formado el grueso de las tropas, no acababan de ver claro, egoístas ellos, que Jaime I concediera la independencia a unos territorios y sin embargo integrase otros (Baleares) en Cataluña, lo cual tuvo dos consecuencias principales: cerró el camino de Aragón al Mediterráneo (ya saben, la pasión aragonesa por el agua, o “por el Ebro hacia la victoria”), y convirtió a Cataluña en el reino principal y más importante, al que se volcaría la política exterior de la Corona de Aragón en los siguientes siglos (su expansión por el Mediterráneo). Por tal motivo, y como corolario, Jaime I el Conquistador fue conocido en círculos reducidos como “Jaime I el Pancatalanista”.
Los años finales del larguísimo reinado de Jaime fueron menos agitados; salvo la conquista de Murcia (un peculiar ejercicio de violencia y destrucción por el cual los catalanoaragoneses conquistaron la taifa de Murcia y a continuación, en virtud de un curioso pacto de familia con Alfonso X, la cedieron a la corona de Castilla, como diciendo “mejor nos llevamos bien con el Primo de Zumosol”), el Conquistador pudo dedicarse a usufructuar los réditos de su victoria, promocionando la expansión catalana por el Mediterráneo y asentando las bases de un gran Imperio, español, por supuesto.
Lástima que, como buen español, Jaime fuera incapaz de dejar la historia sin cometer alguna excentricidad, algún paso en falso, alguna desenfrenada pasión por destruir lo construido, y acabase dividiendo sus reinos entre sus hijos; natural, dirán algunos, con tantos hijos como los que tenía el hombre, y a falta de suficientes arzobispados y bodas de conveniencia para colocar a los sobrantes una vez coronado el primogénito, el Conquistador tuvo que ejercer la contabilidad creativa con sus territorios. Así que, ni corto ni perezoso, Jaime procede a dividir la Corona de Aragón entre sus dos hijos mayores.
A Jaime le otorga el “reino” de Baleares, el Rosellón y Montpellier: habráse visto reino más surrealista, pensarán Ustedes, mitad insular, mitad continental, y además estos últimos los más lejanos; y aún más surreal si pensamos que las Baleares, en teoría, habían quedado asociadas a Cataluña; aunque si lo miramos de otra forma, Jaime I el Conquistador fue un adelantado a su tiempo, pues supo prever la evolución de las cosas en la política, sociedad y economía españolas tan atinadamente que formó un reino con los futuros territorios francoalemanes. A Pedro, el primogénito, le otorgó los reinos de Aragón y Valencia y el condado de Cataluña. Bien pronto Pedro demostraría su españolidad, soltando muchas más yoyah que su padre en menos tiempo y, además, con más mérito: “Pedro III el Grande”
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