Capítulo XXXVIII: Abderraman II, el Atizador
Año de nuestro Señor de 822
Cuando muere Alhaquen I le sucede en el trono su hijo Abderramán II, en el año 822. Abderramán se encuentra bien pronto ante multitud de problemas, y como gobernante joven e inexperto en un principio deja el gobierno en manos de toda clase de validos y favoritos que se dedican a meter la mano en el cazo de las finanzas de Al – Andalus mientras Abderramán II, ajeno a todo lo que sucedía, se dedicaba a hacer lo mismo que cualquier rey español que se precie: cazar, irse de juerga, ligarse a todas las mujeres que se le pusieran a tiro y, en general, no hacer nada de provecho.
De esta manera, Abderramán II es manejado en un principio por un triunvirato de aprovechados: en primer lugar el eunuco Naser, un español cristiano que acabaría abandonando la verdadera religión (y, con ella, su hombría) a fin de medrar en la Administración de Al – Andalus; en segundo lugar Abderramán se deja influir perniciosamente por Tarub, su favorita, mujer intrigante y avariciosa que deseaba conseguir el trono para su hijo Abdalá; y por último, en Córdoba manda mucho durante la primera parte del reinado de Abderramán II… ¡Yahya Ben Yahya! ¿Se acuerdan de este tío? Pues cuando comienza a reinar Abderramán II reaparece y recobra toda su influencia sobre la Corte. ¿Qué les das, Yahya Ben? ¿Cómo es posible que un predicador pesao se pasara la vida intrigando y manejando el gobierno de Al – Andalus bajo mano? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que no le pasase nunca nada de nada?
Pues así fueron las cosas, amigos, en un primer momento el emir Abderramán II se dedicaba a gobernar según el Corán y los sabios consejos de Yahya Ben Yahya. Básicamente, el objetivo era conseguir que los cristianos se islamizasen lo antes posible para que la Ley coránica tuviera mayor peso en la sociedad cordobesa. Abderramán II, hombre piadoso, asentía a todos los consejos del predicador y acto seguido se iba de juerga con su favorita, en suntuosos banquetes que duraban días y días, regados con buen vino y acompañados por unos tacos de jamón que quitaban la respiración.
Pero su favorita, Tarub, se hartó de esperar a que Abderramán muriese como consecuencia de los excesos cometidos en las mencionadas juergas, comenzó a pensar que, de seguir esto así, su hijo Abdalá nunca reinaría y, en consecuencia, decidió conspirar con el eunuco Naser para quitarse de en medio a Abderramán II. No sabemos qué le ofreció Tarub al eunuco (desde luego, no le ofreció lo mismo que a Abderramán), pero el hombre (por llamarlo de alguna manera) aceptó el trato y se dispuso a eliminar al emir, envenenándolo con una copa.
Mas hete aquí que una esclava decidió descubrirle el complot a Abderramán II, quien, ni corto ni perezoso y si como esto fuera una película histórica manufacturada en Hollywood, le obligó a Naser a tragarse el líquido envenenado delante de toda la corte. Naser muere en el acto, y con su muerte nace también otro Abderramán II, un emir que por fin decide hacer honor a su nombre.
Abderramán II, a partir de entonces, se percata de que, por un lado, en la vida todo es relativo, y que si las personas en quienes más confiaba le han traicionado así la mejor decisión que podía tomar era no confiar en nadie, salvo en sí mismo y, naturalmente, en el Corán, convenientemente interpretado por Yahya Ben Yahya. De tal manera, Abderramán II no vacila un momento en enfrentarse a una molesta rebelión de los bereberes, a los que deporta a Murcia durante unos cuantos años. Y con los normandos, que por aquella época asolaban las costas peninsulares, el emir no es más moderado. Ni corto ni perezoso, al enterarse de que los bárbaros del Norte estaban saqueando Sevilla en plena Feria de Abril, los muy bárbaros, va con su Ejército a enfrentarse a ellos, los vence, decapita a todos los que puede y garantiza que los que escapan no vuelvan en mucho tiempo.
Sin embargo, los bárbaros, al ser justamente eso, bárbaros, volvieron a menudo, pero Abderramán II se garantizó que a partir de entonces saquearan preferentemente posesiones cristianas, por la vía de fortificar Al – Andalus, concretamente las desembocaduras de los ríos, que era el lugar por el que solían aparecer los piratas normandos. Por supuesto, no hará falta que les diga que Abderramán II, de natural masculino, dejó bien claro a los reyezuelos cristianos quién mandaba aquí (Él), de tal manera que, una vez solucionados los problemas tanto internos como de política exterior, ambos solventados de la misma manera (a hostias), Abderramán II, hombre duro y justiciero, pero de mente abierta, se dedicó a lo que realmente le gustaba: la cultura y el arte, es decir, una excusa más para estar de juerga sin hacer nada: “Abderramán II, el Humanista”.
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