Capítulo XXXVI: Córdoba, la Capital del Imperio
Año de nuestro Señor de 800
Entre las muchas cosas que debemos a los españoles árabes, una de las más importantes es, sin duda, que por una vez en nuestra Histeria España contara con una ciudad seria, es decir, una de las ciudades más importantes del mundo. Frente a la tradición rural típicamente cristiana, que en Europa no comienza a abandonarse hasta la explosión renacentista, consolidándose el sistema urbano con la industrialización, en Al Andalus las ciudades son populosos centros de poder desde el principio.
Esto no estaba exento de lógica: a fin de cuentas, por un lado, Al – Andalus era una sociedad enormemente avanzada a su tiempo, probablemente la civilización más rica del mundo durante al menos dos siglos (IX – X), y por otro lado era lógico que todo el mundo quisiera vivir en la capital de la España musulmana. ¿Qué mejor lugar del mundo para vivir que una ciudad española? Pensaran Ustedes. En efecto, resulta difícil imaginar un lugar mejor para pasar los años, pero si encima resulta que, por una vez, esa ciudad es el centro de un Imperio importante a nivel mundial, un Imperio en expansión en lo que realmente importa (el plano económico) y encima, por decisión personal de Abderramán I, esa ciudad es Córdoba, ¿quién da más?
En la época en que Córdoba se convierte en capital de Al – Andalus, el mundo está dominado por la barbarie; casi todo el territorio de lo que alguna vez fue mundo civilizado estaba bajo el control de bandas de bárbaros que campaban a sus anchas cometiendo todo tipo de tropelías. Dado el carácter nómada de esta clase de gentuza, era de esperar que no se afanasen, ni mucho menos, en construir ciudades presentables que ejercieran de capital de sus respectivos imperios. En realidad, hay que reconocerlo, en aquella época la Civilización estaba más bien en Oriente, en el mundo árabe y en China. Lo más parecido a un mundo civilizado que quedaba en Europa era Bizancio (llamar Imperio a lo conquistado, y perdido en 30 años, por la banda de bárbaros comandada por Carlomagno nos parece un insulto), pues Roma, falta del apoyo del pensamiento español, había caído en una profunda decadencia.
Haciendo un análisis comparativo de las ciudades más importantes del mundo a principios del siglo IX, cuando el Califato está sentando sus raíces, podemos ver lo siguiente:
– Aquisgrán, la “capital” de Carlomagno, era un poblacho de apenas 2.000 habitantes, donde el Emperador se había afanado en construir lo único que sabían hacer los cristianos por aquella época: una iglesia y un palacio. Cosas útiles, ninguna.
– Constantinopla, la ciudad más grande de Europa después de Córdoba, tenía por entonces 250.000 habitantes.
– Bagdad, la ciudad creada por el envidioso califa abbasí Al-Mansur para intentar hacerle la competencia a Córdoba, había llegado en muy poco tiempo desde su fundación al millón de habitantes.
– Ch’ang -an, capital del Imperio T’ang de los chinos (que no tiene nada que ver con la bebida refrescante), era, pese a su ridículo nombre, la ciudad más grande del mundo en la época, con casi dos millones de habitantes, según los historiadores. Sin embargo, es preciso destacar un dato fundamental y habitualmente soslayado por estos investigadores: prácticamente ninguno de los dos millones de habitantes de Ch’ang – an era español.
– Finalmente, Córdoba, la Gloriosa, la Única, la Ibérica, era a principios del siglo IX la ciudad más grande de Europa, con casi medio millón de habitantes; Córdoba contaba, además, contrariamente a lo que comúnmente se considera de las ciudades españolas, con un plan muy serio y coherente de ordenación urbana, con barrios trufados de todo tipo de establecimientos conceptuados para satisfacer las necesidades de sus habitantes. Así, según un testimonio totalmente imparcial, un escritor musulmán de Córdoba (de cuyo nombre las fuentes en que he consultado no quieren acordarse), Córdoba tenía 471 mezquitas, 213.077 casas de obreros y comerciantes, 60.000 residencias de funcionarios y cortesanos y 80.455 tiendas. Es decir, que o estaban auténticamente forrados o a mí no me salen las cuentas, puesto que aparentemente en Córdoba había tantas casas como habitantes; en cualquier caso, destaquemos también que esta ciudad, a diferencia de las ciudades cristianas, no se componía únicamente de casas, iglesias / mezquitas y el palacio del señorito, sino que también encontramos hospitales, manicomios (para aquellos que tuvieran ganas de emigrar al extranjero), baños públicos, escuelas, hospicios, .. .e incluso una Universidad de enorme prestigio internacional (ahora tenemos 300 universidades, ninguna de ellas prestigiosa).
La rivalidad Córdoba – Bagdad, cada vez más enconada, se solucionó, naturalmente, a favor de la capital de Al – Andalus, que sigue creciendo en torno al río Guadalquivir y en la “época dorada” del califato omeya (Abderramán III) llega prácticamente al millón de habitantes; Bagdad palidece ante la grandeza de España – Córdoba, eran tiempos en que incluso los sevillanos consideraban que “Córdoba es lo mehó de Al – Andalus” y, por tanto, del mundo entero. Hablando en plata, el tradicional derby Córdoba – Bagdad lo acabaron ganando los omeyas por goleada. A fin de cuentas, los califas omeyas eran mucho más juiciosos, guapos, inteligentes y, en una palabra, españoles que los abbasíes, como verán en los siguientes capítulos, donde recuperamos el relato estrictamente cronológico de los acontecimientos. Comenzamos con los sucesores de Abderramán I, “De Hixem I a Alhaquen I”.
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