Capítulo XXVIII: El Moro Muza
Año de nuestro Señor de 711
Los árabes, muy cucamente, se dan cuenta de la descomposición absoluta del Estado (por llamarlo de alguna forma) visigótico, y deciden obrar en consecuencia, transformando lo que era solamente una ayuda logística a los partidarios de Witiza en la guerra civil en una yihad, o Guerra Santa. Es decir, con siglos de antelación respecto a nuestros compatriotas del siglo XVI, los árabes supieron ver las ventajes de disfrazar de religiosidad y sentimientos píos el sucio interés materialista.
En la práctica, estamos en condiciones de asegurar que los árabes no hicieron sino seguir un curso avanzado de españolización, y de ahí su éxito frente a los débiles teutones. Rápidamente, nosotros, es decir, los españoles del siglo VIII, supimos ver las múltiples ventajas de la conversión al Islam, y fuimos los que, en la práctica, llevamos la voz cantante en el mundo árabe a lo largo de los siguientes siglos (como no podía ser de otra manera). Tras unas duras negociaciones que tuvieron lugar en Sevilla, nuestros compatriotas se aseguraron lo esencial (el jamón ibérico, el vino y, naturalmente, el sexo) en su islamismo sui generis, a cambio de algunas exhibiciones de poderío espiritualista de cuando en cuando (es decir, igual que ahora). De esta manera, el moro Muza, que de moro no tenía tanto, envía sus hordas de pateras marroquíes a apoyar la acción militar de Tarik, y entre los dos conquistan media península en cuestión de meses.
Claro que los ciudadanos españoles estaban encantados de la llegada de los moros (lo que demuestra que las cosas no siempre han sido iguales), y se “rendían” a su paso sin problema alguno, convirtiéndose al Islam con el entusiasmo que sólo habíamos visto hasta ahora en los terroristas palestinos y los barbudos talibanes. Ya saben que cuando en España hacemos una cosa, la hacemos bien. En el año 714, Muza y Tarik se enfrentan al objeto de quedarse con el cotarro y son llamados a Damasco por el califa, quedando el hijo de Muza, Abd-Al-Aziz, como jefe del ejército musulmán (o sea, cuatro “burócratas de Damasco” y los demás, españoles recién islamizados), y en un año llega hasta Narbona, conquistando la práctica totalidad de la Península, salvo la región de Murcia (donde el conde Teodomiro mantuvo una fuerte resistencia durante años) y las montañas de Asturias, donde había lo mismo que ahora: un paisaje incomparable y minas de carbón de escasa calidad.
Con buen criterio, Abd-Al-Aziz considera que no merecía la pena lanzarse contra los incultos, paupérrimos y patéticos gabachos, teniendo en cuenta que acababa de tomar posesión de un auténtico Paraíso terrenal (Al – Andalus; nos llama la atención hasta qué punto los invasores extranjeros, influidos sin duda por nuestros vinos, creen ver paraísos donde sólo hay páramo y chiringuitos de playa). Así que el tío se casa con Egilona, viuda de Don Rodrigo, que al parecer no fue violada por el último monarca visigodo, y gobierna en la práctica con independencia de Damasco, hasta que el califa decide cargárselo y toma el mando musulmán un nuevo personaje, El – Horr, el más perdedor de todos los perdedores que en el mundo han sido, como demuestra que el tío ni siquiera fue capaz de acabar con cuatro pastores de cabras allá por las montañas asturianas. Porque lo que quedaba de la nobleza visigótica empezó, ya por entonces, a decir tonterías sobre el cristianismo y la Reconquista al objeto de perpetuarse en sus chollos: “Don Pelayo”.
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