Capítulo LIII: El legado de Al – Andalus (II): Cómo enseñamos a contar al mundo
Año de nuestro Señor de 711
Cuando uno se para a pensar un poco en la Historia de la Humanidad, es sorprendente constatar el enorme número de veces en que fuimos nosotros, los españoles, quienes salvamos al mundo de sus desdichas, lo que constrasta fuertemente con las escasas ocasiones en que fue el mundo quien nos salvó a nosotros (particularmente, sólo puedo recordar aquella ocasión en que un árbitro ¿danés? nos pitó un penalty a favor totalmente inexistente en el Mundial 82).
En efecto, podemos decir con orgullo que este planeta tiene mucha suerte de haber sido bendecido con el don de España. Prueba de ello es el capítulo que hoy tenemos entre manos, que versa sobre una de las múltiples cosas que los árabes españoles, con su gusto por la ciencia y el saber, expandieron por la ignorante Europa de aquellos años: el sistema numérico que hoy utilizamos todos para aprender a contar (menos, quizás, los estudiantes de la ESO, que prefieren utilizar sus teléfonos móviles para enviarse mensajitos: “Qunt s d + d?”, “Qutr”).
Los nativos europeos de aquella época seguían anclados en los poco operativos números romanos (o si no que se lo digan al cretino, es decir yo, al que se le ocurrió numerar así la Histeria de España), que por carecer de cosas carecían incluso del número más importante de todos: el cero, el número que define nuestras vidas, la cantidad que desearíamos pagarle a Hacienda, el número de hombres o mujeres, según los casos, que no hemos conseguido ligarnos, etc. Podemos decir que en verdad el cero es más que un número, que posee un hondo contenido filosófico, pues expresa la inanidad, la ausencia del todo, y un montón de conceptos aún más bonitos que los que les estoy diciendo.
Algunos antiespañoles podrían decirnos que en realidad el concepto “cero” no lo inventaron los árabes españoles, sino que se lo trajeron puesto desde los desiertos arábigos. Vano error. Sólo en un lugar como la Península Ibérica podía desarrollarse un concepto tan importante como este, porque sólo aquí los comerciantes, los administrativos, los trabajadores y los gobernantes precisaron bien pronto su uso adecuado para convertir cantidades fraudulentas de todo tipo en el mágico número cero que les cuadrara el presupuesto. Desinteresadamente, además, nuestros antepasados musulmanes compartieron su sabiduría matemática con los bárbaros incivilizados del Norte (y no nos referimos a los cristianos peninsulares, que al fin y al cabo eran españoles, sino a los de más arriba). Vano intento; la preeminencia de la Biblia como factor interpretativo de todas las cosas impidió que el racionalismo y el cálculo numérico penetraran en Europa con la misma efusividad que en Al – Andalus, pues ¿cómo convencer a alguien de utilizar el número cero si andaba preocupado por desentrañar los misterios numéricos de la Palabra del Señor? (Ya saben, “siete veces siete” y todas esas excentricidades a que la Biblia nos tiene acostumbrados: vean nuestra Historia Sagrada para más detalles). Pero mientras Europa se hundía en el lodazal de la ignorancia, Al – Andalus seguía viviendo una de las épocas de efervescencia cultural más importantes de la Historia del hombre; véalo en “El legado de Al – Andalus (III): la Escuela de Traductores de Toledo”.
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