La nave de un millón de años
Poul Anderson
La obra que nos ocupa constituye una novela de ciencia ficción poco convencional. En la inmensa mayoría de los casos, la ciencia ficción, por pura lógica, se ubica en el futuro. Sin embargo, “La nave de un millón de años” no sólo no se circunscribe al futuro, sino que en su mayor parte consiste en un largo recorrido por la historia de la humanidad, siguiendo las visicitudes de un reducido grupo de personajes. Dichos personajes, además, generalmente se mantienen ajenos al devenir histórico, es más, procuran ocultarse. No en vano, la peculiaridad que une a estos personajes, y que da sentido al conjunto de la obra, es su inmortalidad. A diferencia del ser humano normal, el cual, con la posible excepción de David Beckham, acaba indefectiblemente muriendo tras un período de tiempo relativamente corto, estos personajes, producto de una extraña anomalía cuyos orígenes no se explican nunca claramente en la novela (pero parecen obedecer a una insospechada evolución de la especie, en plan “X-Men”), nunca mueren por enfermedades, ni tampoco envejecen, y cuentan, además, con una capacidad de recuperación sorprendente ante las heridas, así que sólo las condiciones más extremas (el hambre, la sed, la falta de oxígeno, una ensalada de tiros, un avión lleno de moros piraos, etc.) pueden acabar con ellos.
La idea es buena, y además, bien llevada. Puede que algunos de Ustedes recuerden, entre horribles pesadillas, una de las películas / sagas más infames con que nos martirizó el cine de los 80: “Los inmortales”. Ya saben: diálogos, totalmente gratuitos, de tipos duros; absoluta ausencia de rigor histórico; efectos especiales ridículos; vestuario inverosímil con una abundancia de cuero mayor que en “La Ostra Azul”; años 80, vaya. Pero, por fortuna, “La nave de un millón de años” no cae en esos errores. El rigor histórico, hasta donde puedo enjuiciarlo, es bastante aceptable. Tan sólo he detectado un error de importancia referente a la fecha de destrucción de la biblioteca de Alejandría, que es íntegramente imputada a los árabes, cuando es bien sabido que siglos antes ya los cristianos se habían hecho cargo de la mayor parte del trabajo. Naturalmente, es obvio que los estrechos límites de mis conocimientos no me permiten enjuiciar gran número de datos que puedan resultar inexactos, pero esto puede compensarse fácilmente con el infinito volumen de mi pedantería, recordando, si es preciso agrandarlo aún más, la mítica frase del Comendador de los Creyentes respecto de lo innecesario de preservar los exiguos fondos de la Biblioteca: “si está en el Corán es superfluo, y si no lo está es pecaminoso”, así que quemadlo todo, vaya.
A lo que íbamos: la novela está bastante bien resuelta, aunque uno se queda con ganas de más al tratarse de un arco temporal tan ambicioso (desde la época de la diáspora griega, hacia los siglos VIII-VI a.c., hasta un futuro indeterminado), que nos es relatado, además, de un modo fragmentario por diversos personajes que abarcan espacios geográficos muy variados (por desgracia, los inmortales no se limitan a aparecer en la cuenca mediterránea, como debería ser). Por otra parte, resulta por momentos irritante la absoluta falta de relevancia que se confiere a España y lo español (posiblemente porque en España la presencia de inmortales nunca habría sido motivo de sorpresa para sus conciudadanos: recuerden a Manolete y a Fernando Hierro), combinada por el vuelco que da el ritmo de los acontecimientos tan pronto como América es descubierta por los europeos, e incluso antes (uno de los inmortales es un ridículo chamán indio): a partir más o menos del XVIII casi toda la narración se desarrolla en la Tierra de la Libertad, primando a inmortales absurdos (el citado chamán o una ex esclava negra) sobre otros mucho más interesantes (en particular, un inmortal romano que ha sobrevivido sin problemas más de 2.000 años limitándose a formar parte de las sucesivas Administraciones romana, bizantina y otomana en calidad de chupatintas, pero que sólo aparece al final de la novela).
En realidad, el principal problema de esta novela estriba en que surge de la conjunción de dos novelas complementarias: la primera relata la historia de los inmortales desde “los albores de la Humanidad” (la invención de la tauromaquia) hasta la actualidad; la segunda, mucho más breve, nos ubica en un futuro más o menos remoto surgido precisamente a partir del momento en que los inmortales revelan su naturaleza, lo cual permite en pocos decenios extender los beneficios de la inmortalidad a todo el mundo. El efecto de dicho maná, lejos de resultar beneficioso, provoca que los inmortales de nuevo cuño caigan en la molicie y el hedonismo de una civilización perfectamente dirigida por supercomputadoras y totalmente volcada al placer, lo cual, a su vez, convierte a los inmortales “de toda la vida”, los protagonistas de la primera novela, en la carne de cañón ideal, en tanto individuos desubicados en este mundo, para acometer la exploración espacial a velocidades que respetan el límite de la velocidad de la luz (total, dado que son inmortales, qué más les da pegarse veinte años en una nave espacial). La idea es original pero, nuevamente, está resuelta de manera un tanto precipitada (da la sensación de que el autor está hasta los huevos de sus personajes y busca deshacerse de ellos metiéndolos en otro planeta cuanto antes), con la aparición de otras formas de vida inteligente incluida. Pero contando con estas carencias, sigue siendo una novela recomendable (si bien a lo largo de casi todo el relato la carga de ficción es mucho mayor que la de “ciencia” propiamente dicha, que sólo aparece al final), sobre todo dado su ridículo precio (5 €).
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