La invasión divina – Philip K. Dick
Philip K. Dick es uno de los principales escritores de ciencia ficción del siglo XX y es, también, uno de los más peculiares, fundamentalmente por los temas que abarca, el planteamiento de las historias y los espectaculares giros narrativos con los que se encuentra el lector. Murió relativamente joven, a los 54 años, pero le dio tiempo a publicar casi 40 novelas y un porrón de relatos, razón por la cual el público sólo lo recuerda en la actualidad, si es que alguien se acuerda, por ser el autor de “Blade Runner”, o más bien de la novela “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”, en la que se inspiró Blade Runner (aunque, la verdad, no tienen mucho que ver).
Pues bien, con esta crítica LPD “impresione a sus conocidos simulando haber leído no una, no, sino incluso dos novelas de cada autor que en determinados contextos esté in” lo ha vuelto a hacer. Y oigan, si alguno de Ustedes se anima y además de memorizar los tres o cuatro leit motiv precisos para impresionar a todo/a gafapasta que se precie hasta se lee la novela en cuestión, pues mucho mejor. Porque “La invasión divina” parte de un planteamiento muy divertido, y luego no decepciona, aunque tampoco sorprende.
La cuestión es que el malvado Diablo, a raíz del esplendoroso fracaso cosechado en su momento por Cristo y su afán redentor, se ha hecho definitivamente con el dominio de la humanidad (gobernada por una especie de inverosímil matrimonio entre el Partido Comunista y la Iglesia), y el pobre Dios vive exiliado en un mundo alejado de la Tierra, esperando una oportunidad de plantear batalla y recuperar lo que, como toda la Creación, es Suyo. Para ello, a Dios no se le ocurre mejor idea que dejar preñada a una pobre desgraciada que padece una enfermedad mortal y luego asignársela a un pringao que pasaba por ahí y que sucede a San José como objeto de las burlas de toda la concurrencia (sí, incluso las beatas), ambos trabajadores en el planeta de exilio de Él.
Naturalmente, de la mujer nacerá un Ungido, un Salvador de puta madre, el Hijo de Dios, es decir, Dios mismo (recuerden Ustedes lo de “Uno y Trino”), el cual, como toda divinidad que se precie, dedicará Su vida a repartir hondonadas de yoyah al Diablo y, de rebote, a todos los humanos indignos de Él (con lo cual, así a ojo y dado que la vida de Él es eterna, estamos hablando, en efecto, de hondonadas de yoyah).
Desgraciadamente, al poco de regresar a la Tierra sufren un accidente (provocado indirectamente por el Diablo, que por algo es malo cual promotor inmobiliario) que provoca la muerte de la madre, pone al padre en estado catatónico y merma seriamente las facultades mentales del Hijo, es decir, de Dios, obligándole a efectuar un largo proceso de recuperación para el que cuenta con la ayuda de una niña mu rara que le hace musitar a uno “esto va a sé otra Divinidá, o argo”.
Ese es el planteamiento de la historia, que contiene, como podrán imaginarse, mucho más de ficción que de ciencia (circunscrita al viaje espacial, la crionización y poco más), y sobre todo mucha Teología. Lo cual no es necesariamente malo, antes bien lo contrario (la Teología es una ciencia que aún hoy se basa en la genialidad del argumento ontológico de San Anselmo para justificar la existencia de Dios, que viene a ser “De seguro que Dios existe, porque si Él es perfecto, ¿cómo puede algo perfecto no existir?” Lo mismo que le dije a mi banco el mes pasado: “de seguro que ya he pagado la hipoteca, porque con tantos intereses que les he soltado todos estos años, ¿cómo es posible que no haya pagado aún el piso?”. Y no hay manera). La novela está trufada de alusiones a la Biblia, y sobre todo a la tradición cabalística, muy divertidas.
Ya saben Ustedes, la Cábala, es decir, la mística judía desarrollada fundamentalmente en Europa a partir de los siglos XII y XIII (con España, como era de prever, como centro cabalístico principal), que elaboró una interpretación de las Escrituras (la Torá), la esencia de la divinidad, y la propia Creación como reflejo de dicha divinidad, extraordinariamente sugestivas en términos gafapásticos. Precisamente por eso, nos permitiremos hacer aquí dos mínimos apuntes del meollo del asunto cabalístico aplicables para las situaciones que lo requieran:
– En un principio, tanto la divinidad como el Hombre y la Mujer eran uno. Es decir, hombre y mujer eran un ser completo (como Beckham). Esto se trunca con el pecado original, momento en el cual tanto la divinidad como el ser humano quedan escindidos en dos. Desde entonces, el hombre y la mujer, y la propia divinidad escindida, buscan volver al origen y reintegrarse en un solo ser completo (lo que hay que hacer para echar un polvo, por Dios).
– La Torá, es decir, las Escrituras, existen incluso desde antes de que la Creación se pusiera en marcha. Pero, por tratarse de un texto sagrado, de la palabra de Dios (y del propio nombre de Dios), no existe una lectura unívoca de la Torá, y desde luego no puede interpretarse en su plenitud leyendo lo que aparece a los ojos de los hombres. Por otro lado, se supone que la Torá es un organismo vivo capaz de evolucionar y cambiar por sí misma, además de los cambios derivados de la interpretación mística. Por esos motivos, la Cábala otorga una gran importancia al simbolismo de los números y las letras, porque sólo utilizando combinaciones alfanuméricas en principio inaccesibles para el hombre puede el místico acercarse al sentido de la palabra divina, y a la divinidad misma. Es decir, que la Cábala se dedica a utilizar los números mágicos para elaborar series de palabras compuestas a partir de la Torá “visible”. Naturalmente, el resultado suele ser una lectura aberrante y sin sentido alguno (como un artículo de Elvira Lindo), pero oiga Usted, es que hablamos de la palabra de Dios, y los caminos del Señor son inescrutables. Es la misma lógica que tiene a miles de cristianos renacidos utilizando programas informáticos a ver si hay suerte con la combinación alfanumérica y el Señor se les aparece. En realidad, todo esto de los numeritos y las letras es la parte más peligrosa de la Cábala, porque ha sido la históricamente empleada por charlatanes, vendedores de crecepelos e indigentes intelectuales para hacerse los interesantes y/o vender algo. Pero si se trata de triunfar con ese/a gafapasta desequilibrado/a que le hace tilín, tampoco pasa nada porque hagan Ustedes una excepción y suelten cuatro chorradas al respecto, en plan “el mundo de la cábala es un mundo de misterio, de irracionalismo y de magia, pero eso es lo más cojonudo que tiene: que te hace pensar, ¿sabeh?”.
Hay que decir para finalizar, volviendo a Philip K. Dick, que cualquier lector avezado -es decir, cualquiera de Ustedes- detectará enseguida de dónde provienen las pistas que va dejando dicho autor a lo largo de la novela, y por ende sabrán de antemano, en líneas generales, qué va a pasar. Pero, a pesar de ello, el experimento sigue saliéndole globalmente bien. Al menos, para aquellos a los que la Historia Sagrada les ponga cachondos, es decir, todos.
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