La Ilíada – Homero
Título: La Ilíada
Autor: Homero
Categoría: Epopeya
Siglo: VIII antes de Cristo
Comentario:
La Factoría Homero (Homero, como Dios, era Uno y Muchos al mismo tiempo, de hecho se sospecha que seguía el mismo sistema de producción que Ana Rosa Quintana) glosó la impresionante historia de la Guerra de Troya, descarnado combate de aqueos (griegos provenientes del Ática) contra troyanos (griegos, pero asentados en Asia Menor) por la posesión de la bella Helena.
Es ilustrativo el hecho de que la guerra de Troya es consecuencia de un lío de faldas, por un lado, y de las disputas entre los dioses griegos, por otro. Grecia, civilización mucho más avanzada que la judaica, generó una teogonía mucho más creíble y humana que la tradición judeocristiana, según la cual, como Dios es perfecto, ajeno al tiempo y al espacio y, en resumen, Omnipotente, más vale que nos limitemos a rezar y punto.
En Grecia las cosas eran distintas; los dioses eran tan imperfectos como los humanos, con la única ventaja de que, en cuanto dioses, los tíos tenían más poder que el presidente de una empresa española recién privatizada, con lo cual sus barrabasadas (generalmente asociadas, naturalmente, con el sexo) tenían mucho más relieve del habitual.
A la hora de analizar la Ilíada es conveniente separar el poema épico, circunscrito a una parte muy concreta de la Guerra de Troya, de los mitos griegos en su conjunto, por un lado, y de la Guerra de Troya, por otro. La Ilíada relata únicamente el periodo de tiempo que va desde el enfrentamiento entre Aquiles y Agamenón, líder de los griegos, por un quítame allá una esclava, hasta la muerte de Héctor, hijo de Príamo, rey de Troya (leches, esto ya parece la Biblia, todo lleno de nombres) y posterior sepelio. Antes de la Ilíada ya habían pasado, según Homero, diez largos años de guerra infructuosa, y después aún pasarían unos añitos más hasta que Troya cayera por fin.
Por otro lado, es preciso constatar que la Guerra de Troya fue un acontecimiento que ocurrió realmente, como demostró en el siglo XIX el arqueólogo alemán Heinrich Schliemann, que logró encontrar Troya basándose en las indicaciones geográficas de la Ilíada. En efecto, sólo un alemán podía tomarse literalmente un texto literario y encima sacar provecho de ello tras 23 años de estudio en la biblioteca. Aunque vamos a obviar en nuestro análisis los datos de la guerra “real”, sí conviene resaltar que la importancia de la Ilíada, y de Homero en cuanto narrador demiúrgico, gana muchos enteros desde el momento en que lo que hasta entonces se consideraba leyenda adquiere un lazo, aunque sea débil, con la realidad. Y ahora pasemos a la guerra mitológica:
Todo comenzó un buen día de un año indeterminado. Los dioses griegos celebraban una gran fiesta, como corresponde a todo buen Dios (me permito recordarles que toreros, futbolistas, Joaquín Sabina y cantantes de Operación Triunfo, los Dioses de nuestras complejas sociedades modernas, se pasan la vida en saraos), a la que estaban todos invitados menos la diosa Discordia, probablemente porque la organización pensó, con buen criterio, que su presencia perturbaría el buen rollete que pretendían generar en el ambiente.
El caso es que Discordia hizo honor a su nombre y lanzó en mitad de la mesa del banquete una manzana de oro con una inscripción que rezaba “A la más bella”. Tres diosas, Atenea, diosa de la Sabiduría, Hera, cornuda mujer de Zeus y, como Ana Botella, la más poderosa de todas las diosas, y Afrodita, diosa del Amor, exigieron para sí el título. Bueno, en realidad podríamos sospechar que lo que querían para sí era la gigantesca manzana de oro y el título les importaba bastante menos, pero como los Antiguos eran bastante raros y les preocupaba todo aquello del Honor y el Orgullo lo suficiente como para crear dioses a su imagen y semejanza, les concederemos el beneficio de la duda.
Como ninguna de las tres quería soltar la manzana decidieron invocar la autoridad de Zeus para solventar el conflicto, y Zeus, que se veía desollado por las dos perdedoras tomara la decisión que tomara, decidió renunciar a su derecho al 13’5% del valor de mercado de la jodida manzana de oro trasladando la responsabilidad de adoptar una decisión a un pobre desgraciado, Paris, hijo de Príamo rey de Troya, que ostentaba el título de Mister Universo Clásico, u hombre más bello del mundo. Para que se hagan una idea, Paris era lo más parecido a mi que podía encontrarse en el mundo antiguo, salvo el pequeño detalle de que mi padre no es rey de ningún país (pues si así fuera lo más probable es que yo aún viviera con mis padres y estuviera buscando novia, lo cual no es el caso, y al mismo tiempo tuviera una sexualidad equívoca, lo cual tampoco, aunque por Paris yo no pondría la mano en el fuego, dado que estos griegos antiguos Ustedes ya saben).
A partir de ahí se abre un complejo proceso de negociaciones de las tres diosas con Paris, que escucha ofertas como si fuera un jugador internacional brasileño que ostentara el récord de ventas de camisetas con la carta de libertad en la mano. Atenea le ofrece ser el más sabio de los hombres, Hera el más poderoso, y Afrodita conseguir a la más bella de las mujeres. Tras cavilar unos momentos, Paris se decide por Afrodita y le otorga el galardón, ante el estupor general y el odio eterno, a partir de ese momento, de las dos perdedoras.
Hay que decir que aunque en un principio la decisión de Paris, ajustándose a derecho, parece la más acertada, habida cuenta de que Afrodita era la diosa del amor, por extensión de la belleza, y por consenso generalizado la más bella de todas las diosas, no fue una decisión inteligente. Y no sólo porque ganarse la enemistad de Hera, la más poderosa de todas, no parece una buena política cara al futuro (imagínense a Hera en el lecho conyugal, el día en que no pillara a Zeus en alguna aventura sexual, poniéndole a parir a Paris y exigiéndole venganza), sino porque obviamente lo que ofrecía Afrodita no parecía ningún chollo en comparación con el premio que daban las otras dos.
Es este otro factor que nos diferencia a mí y a Paris, pues yo probablemente habría escogido el Poder. Teniendo el Poder, el máximo Poder, el Poder omnímodo, ¿para qué quiero más? Con el Poder no sólo podría colocar a familiares y amigos en nuevos monopolios empresariales que crearía haciendo uso de mi Poder, no sólo podría conseguir a la mayoría de las mujeres (y no haciendo un uso espúreo de tal Poder, entiéndaseme bien, no abusaría de mi Poder poniendo a estas mujeres en situación de inferioridad, pues sumando la Erótica del Poder a la Erótica que ya hemos quedado que tanto yo como Paris tenemos sería más que suficiente; interesadas escríbanme al email de abajo, aunque recuerden que aún no garantizo la Erótica del Poder y que no busco novia, a diferencia de Paris, mucho menos “amor verdadero”, sólo una aventurilla), sino que, ante un Poder de tal magnitud, incluso es posible que Ustedes se ofrecieran, temerosos de mi Poder, a pagar por leer los contenidos de La Página Definitiva.
Y si no hubiera escogido el Poder, en todo caso habría cogido antes la Sabiduría. Esto, claro, en modo alguno me serviría para conseguir el Amor de la mujer más bella, pero ¿y el pisto que me daría en las conversaciones de bar metiendo citas eruditas por doquier en la lengua original? ¿Se imaginan lo pedantes que serían mis artículos para LPD siendo el Más Sabio? Por no hablar de que los Sabios, imagino, no sólo se dedican a ejercer su sabiduría desarrollando ecuaciones matemáticas o indagando en el origen del Universo, sino también en aplicaciones más prácticas, como las inversiones en Bolsa. Con la Sabiduría también acabaría llegando, al menos, una parte del Poder.
Pero no, Paris, el muy romántico, escogió el Amor de la mujer más bella, y no crean que recibió su pago de inmediato, no, aquello fue una chapuza: tuvo que secuestrar a la Mujer Más Bella con ayuda, eso sí, de la diosa Afrodita. La Mujer Más Bella, casualmente, no era una chica de clase baja que se dedicara al pastoreo, sino que, al igual que ya ocurriera con Paris, estaba emparentada con la realeza. La Bella Helena, que así se llamaba la interfecta, era la mujer de Menelao, rey de Esparta, así que Paris tuvo que ir a la Corte de Menelao para cortejar, valga la redundancia, a Helena, pero para eso tuvo que ganarse la confianza de Menelao y pasarse varios meses, en plan gorrón, en dicha Corte.
Un día, aprovechando la ausencia de Menelao, Paris secuestra a Helena y huye con ella a Troya, y de paso, como quien no quiere la cosa, se apropia de todo el tesoro de Menelao. Cuando Menelao vuelve a palacio y se percata de la pérdida de su esposa y, por qué no decirlo, de su ingente tesoro, inexplicablemente entra en cólera y monta una alianza de todos los griegos del Ática contra Troya acaudillada por su hermano Agamenón, rey de Atenas, con la promesa del reparto de las incontables riquezas de la ciudad para asegurar el entusiasmo bélico de todos ellos, entre los que cabe destacar sobre todo a Aquiles, rey de los mirmidones, y a Odiseo (Ulises), rey de Ítaca. De Odiseo ya hablamos en nuestra reseña de la Odisea, y de Aquiles cabe decir que era hijo de la diosa Tetis (absténganse de hacer chistes malos sobre el tamaño de sus pechos) y de un mortal cuyo nombre no viene al caso. Tetis bañó a su hijo al nacer en un líquido mágico (creo recordar que la laguna Estigia) que le conferiría invulnerabilidad, pero para que el hijo no se le escurriera lo cogió por el talón, siendo este su único punto débil. Aquiles era el más fuerte de todos los aqueos, y hacía estragos en el campo de batalla, con lo que tenía, claro, mucho prestigio entre los griegos (más que nada porque el hombre, si alguna vez sospechaba que alguien no estimaba su prestigio lo suficiente, lo apiolaba y Santas Pascuas).
Pese a esta Gran Alianza, los griegos se estrellan a lo largo de diez largos años contra los muros de Troya, y es precisamente allí, a los diez años del comienzo de la guerra, cuando comienza la historia que nos relata la Ilíada. Una guerra que no se puede entender sin la implicación constante de los dioses, apoyando a uno u otro bando, y provocando las alternativas de la lucha.
Al comienzo de la Ilíada, Agamenón decide apropiarse de una tal Criseida como esclava – mujer, pues se trataba de una doncella de incomparable belleza, pero dado que Criseida era hija de un sacerdote del dios Apolo, con su acción Agamenón trae la desgracia al campo griego. Apolo comienza a lanzar flechas contra el campamento de los griegos, y claro, como eran flechas divinas, pues arreaban unas yoyah que no veas. Es tal el cúmulo de desgracias que la ira de Apolo provoca a los griegos que éstos, acaudillados por Aquiles, piden a Agamenón que devuelva a Criseida, pero éste, altivo, exige a cambio a Briseida, la esclava – mujer del propio Aquiles (nótese el cachondeo que llevaba Homero con los nombres). Aquiles acepta, pero indignado por la afrenta decide abandonar la lucha y se retira a su tienda.
Aunque Apolo deja de atizar a los griegos, la ausencia de Aquiles se nota en el campo de batalla, y además el héroe (por llamarlo de alguna manera) decide utilizar la influencia de su madre sobre Zeus para que éste provoque el desastre en las filas griegas. Zeus, a través del dios Sueño, le hace soñar a Agamenón que al día siguiente obtendrá la victoria sobre los troyanos, y este, que era un poco simple, se lo toma al pie de la letra y lanza a sus tropas a la batalla. El desastre es total. Los troyanos están a punto de aniquilar a los griegos y es ese el momento en el que el mejor amiguito de Aquiles, Patroclo, convence al gran héroe de que si él no quiere volver al campo griego, al menos le permita a Patroclo participar en la batalla vistiendo la armadura de Aquiles, para que los griegos recuperen el ánimo ante la aparente presencia del Superhombre. Aquiles accede y al día siguiente aparece Patroclo en el campo de batalla hecho un pincel, suponemos que erotizado por vestir la recia armadura de Aquiles, quien era todo un machote. La batalla va bien, pero Patroclo se emociona pegando yoyah y se acerca demasiado al campo troyano, de forma que el principal héroe de los troyanos, Héctor (casualmente hijo de Príamo, rey de Troya), se lanza en combate singular contra Patroclo y se lo carga sin mayores dificultades.
Al llegarle las noticias de la muerte de Patroclo, Aquiles monta en cólera y decide volver a la batalla para vengarle. Va en busca de Héctor y aunque éste intenta huir como una nenaza acaba muriendo a manos del Gran Hombre. Aquiles, para mayor escarnio, da la vuelta de honor a las murallas de Troya arrastrando con su carro el cadáver de Héctor y luego se vuelve a su campamento, saciado parcialmente de su sed de venganza.
Ante la muerte de su hijo, el buen rey Príamo decide ir personalmente a hablar con Aquiles para, cuando menos, disponer del cadáver de Héctor para las honras fúnebres. Para su difícil misión Príamo recaba la ayuda de Zeus, quien manda al dios Hermes para ayudarle. Príamo llega a la tienda de Aquiles sorteando a los centinelas griegos gracias a la ayuda del dios, y tras una emotiva conversación Príamo consigue convencer al héroe de que devuelva el cadáver de Héctor, enormes riquezas como pago mediante.
Así, con el sepelio de Héctor, acaba la Ilíada, que no la guerra de Troya. Ésta aún continuaría por un tiempo y viviría dos grandes acontecimientos: la muerte de Aquiles a manos de Paris, que consiguió herirle en el famoso talón vulnerable con una saeta envenenada, por un lado, y la entrada de los griegos en la ciudad de Troya merced a la estratagema urdida por Ulises (el famoso caballo de Troya), por otro. Este último acontecimiento es el que da lugar al comienzo de la Eneida, de Virgilio, o el viaje de Eneas, hijo de Príamo, desde Troya hasta la península Itálica, asunto que ya les comentaremos en un futuro.
Para acabar con este insoportable rollo que acaban Ustedes de tragarse, sería preciso hacer una valoración del valor literario de la Ilíada, sin duda mucho mayor que la crítica que la LSSI me obliga a firmar. Aunque su antigüedad y su excesivo entusiasmo, en ocasiones, en el relato de las batallas podrían jugar en su contra, la Ilíada es una historia excelentemente bien hilada, plagada de momentos de un valor literario indudable, que no ha envejecido lo suficiente por mucho que sus orígenes sean remotos. La riqueza y variedad de la mitología griega, el comportamiento humano de los dioses que la componen, la mezcolanza de grandeza y pragmatismo (sobre todo asociado al vil metal) de sus héroes, son factores que juegan a su favor, de los que la Ilíada, además, es parte fundamental. Posiblemente resulte menos entretenida, leída como novela, que su complemento, la Odisea, y además acabo de contarles todo el argumento (con lo que no sé si les he hecho un favor o no), pero no por ello su lectura carece, hoy día, de un enorme valor.
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