La guerra interminable
Joe Haldeman
No se preocupen, esta novela no tiene absolutamente nada que ver con “La historia interminable”, esa amena obrita de subliteratura fantástica, incluso llevada al cine, en la que un repelente niñito se enfrenta a las fuerzas del Mal en un país de Fantasía, fuerzas representadas por una especie de siniestra oscuridad, denominada Nada, que talmente como si fuera el fisco robándole a Usted el usufructo del sudor de su frente (salvo que sea Usted promotor inmobiliario) se lo tragaba absolutamente todo.
No, aquí no hablamos de “historia interminable”, sino de “guerra interminable”, una cosa mucho más seria. Esta novela pertenece al género de la ciencia ficción. La Humanidad, tal y como la conocemos, se enfrenta a una guerra total, una guerra de exterminio que puede arrasarlo absolutamente todo. Sí, sí, todo, incluso el Santiago Bernabéu. Pero, y he aquí el toque típicamente ciencia ficción del asunto, la guerra no es entre demócratas y comunistas nazis, moros y cristianos, baskos-baskos y “Resto del Mundo”, sino que el conflicto se plantea entre la Humanidad propiamente dicha y una asquerosa raza de engendros feísimos, incomprensibles, absurdos y, en resumen, diferentes, naturales de los alrededores de la estrella de Aldebarán, en la constelación de Tauro, que el autor, en un alarde de jocosidad, decide denominar “taurinos”.
Sin embargo, esta guerra se desarrolla en unos términos bastante peculiares. Verán Ustedes, la cuestión es que las distancias interestelares son un tanto inabarcables: si ya es complicado hacer una visita a cualquier planeta del Sistema Solar que no sea el nuestro, la idea de pasar unas vacaciones de Semana Santa en cualquier otro planeta se antoja directamente impracticable. Desempolvando mis apuntes de Física para incautos de segundo de BUP, la cuestión es que la estrella más cercana al Sol, Alpha Centauri, está a casi cuatro años luz, uséase, cuatro años viajando a la velocidad de la luz, que es una velocidad que no veas, 300.000 kilómetros por segundo, mismamente como si ahora tuneara mi buga y le trucara el motor, pero a lo bestia, ¿sabeh?.
Esto significa que un viajero que quisiera pasar las vacaciones en las idílicas playas de algún planeta cercano a Alpha Centauri tendría que pegarse cuatro años de viaje de ida, una semanita disfrutando de un entorno natural incomparable y otros cuatro años de operación retorno. Y esto quiere decir lo que quiere decir. En efecto: ningún ser vivo que no sea funcionario puede permitirse un viaje de estas características. E incluso me atrevería a añadir que ni siquiera un funcionario de clase A podría arrostrar los gastos de transporte. En primer lugar, porque no se conoce ninguna fuente energética, salvo quizás la energía nuclear, capaz de mover una berlina de lujo espacial a tales velocidades; en segundo lugar, porque hay que reconocer que, incluso en estas condiciones, un viaje de al menos cuatro años, aun disponiendo de mini golf, buffet libre de desayuno y canal porno gratuito (servicios todos ellos que a su vez implicarían un aumento significativo del gasto energético, por no hablar de la factura), se antoja bastante aburrido y monótono. Y si nos planteamos viajar más allá la cosa ya se pone definitivamente imposible. La galaxia más cercana a la nuestra, Andrómeda, está a unos dos millones de años luz, y ni siquiera yo podría aguantar tanto tiempo sin tabaco, y además no estoy totalmente seguro de sobrevivir a un viaje tan largo.
Y además hay otro problema: por lo visto, cuanto más nos acercamos a la velocidad de la luz, y cuanto más tiempo mantengamos una velocidad cercana al mágico límite de los tresientosmí km/s, más curiosos efectos espaciotemporales habremos de soportar a nuestra vuelta: nunca he entendido muy bien el porqué, pero parece ser que si Usted se da un garbeo por el espacio a velocidades cercanas a las de la luz, el tiempo para Usted pasa más lentamente que para los terrícolas, y a su vuelta puede encontrarse con el conocido “efecto Corporación Dermoestética”, a saber, que lo que para Usted han sido dos años para su hermano gemelo (siempre hay un hermano gemelo pululando por ahí en este tipo de ejemplos) han sido más de cincuenta. El asunto tiene que ver con la Teoría de la Relatividad, y al parecer es muy sencillo, aunque yo nunca he acabado de entenderlo. A mi juicio, la cuestión se resume en que cuando Usted vuelva a la Tierra, con un poco de suerte, será millonario por efecto del interés compuesto (siempre y cuando no tenga Usted su dinero en un banco español, en cuyo caso las comisiones se lo habrán comido todo), y además tendrá un montón de herencias por cobrar.
Estos problemillas tampoco son para tanto, dirán Ustedes: obviando el gasto energético (por otro lado fácilmente solventable con un uso inteligente de fuentes de energía renovable), obviando la cosa esa tan rara de la dilación temporal, todo el truco está en superar la velocidad de la luz. Pero, y he aquí el intríngulis del Universo de Einstein, por lo visto es imposible superar la velocidad de la luz, con lo que siempre tendremos que pegarnos cienes y cienes de años luz viajando para ir, como quien dice, a la tienda de la esquina. La exploración espacial, en las condiciones actuales, no tiene futuro más allá de los límites del sistema solar, y es preciso confesar que dicho sistema, con la excepción de España, en la práctica no tiene mucho que ofrecer. La cosa vendría a ser como si el Sumo Hacedor, plenamente consciente del terrible problema de la vivienda, hubiera creado un Universo con muchísimo suelo sin edificar, para a continuación poner límites absurdos, vía límite de la velocidad de la luz, que dificulten e incluso imposibiliten el desarrollo de una economía universal saneada basada en el Ladrillo (acostúmbrense a ver el Universo como un gigantesco suelo propiedad del Ministerio de Defensa: muchísimo suelo, pero sin liberalizar).
Todo este rollo viene a cuento, si es que viene a cuento de algo, de explicarles cómo, para poder montar batallitas y exploraciones interestelares, los autores de ciencia ficción han de inventarse absurdos portales espaciales que permitan saltarse el límite impuesto por la velocidad de la luz sin saltárselo, en plan agujero de gusano, agujero negro, o ya metidos en la materia que nos ocupa, “salto al hiperespacio” (el más popular, utilizado en las series de Star Trek, la Guerra de las Galaxias y Fundación). Pues bien, en “La guerra interminable” la idea es más o menos la misma, pero más original: los viajes interestelares funcionan a base de saltos, como se supone que ocurre con el hiperespacio, pero utilizando unos misteriosos “portales estelares” (que vendrían a ser los jodíos “agujeros de gusano”) que conectan unos puntos del Universo con otros, enormemente distantes si se sigue la vía “normal”, con el consabido límite de la velocidad de la luz, pero de acceso instantáneo a través de los portales. Vendría a ser como utilizar el criterio de caja en lugar del criterio de devengo, no sé si me explico.
Pues bien, la Humanidad descubre el chollito de los portales estelares, lo cual le permite lanzarse a colonizar planetas de otros sistemas y edificar adosados en ellos, pero este salto cualitativo bien pronto le lleva a cruzar sus destinos con otra civilización, la de los “taurinos”, que también conoce esta técnica de viaje interestelar. A partir de ese momento entra el juego el otro motor de cualquier economía de reconocida solvencia, la industria bélica, y la novela nos narra el devenir de una guerra entre la Tierra y los asquerosos taurinos, una guerra fundamentada en la conquista y control de cuantos más portales estelares mejor. La gracia del asunto estriba en que cuanto más distantes sean los puntos conectados entre sí por los portales estelares, más entrará en juego la relatividad einsteiniana y más diferencia encontraremos entre el “tiempo subjetivo” experimentado por los tripulantes de las naves y el tiempo transcurrido mientras tanto en la Tierra. Así que el hilo conductor de la novela, el soldado Mandella, ve cómo tras su primera batalla, un saltito estelar de andar por casa, mientras él envejece dos años en la Tierra han pasado treinta; tras su segunda batalla trescientos; y tras la tercera, seiscientos. Y el hombre, que él sepa, sólo ha envejecido unos seis años en total.
Las consecuencias, como pueden Ustedes imaginarse, son extraordinarias, y muy divertidas: el autor nos describe una Humanidad cada vez menos reconocible (o tal vez no tanto; hacia el 2400 la inmensa mayoría de los habitantes de la Tierra son metrosexuales, aunque el motivo sea el condicionamiento psicológico motivado por un estricto control de población, y no David Beckham) por el protagonista de la novela, que se convierte rápidamente en un individuo desubicado allá donde vaya, y al mismo tiempo, en un héroe y un mito para toda la Humanidad: aunque él sólo participe en un total de tres acciones militares, las tres bastante breves, y sólo envejezca seis años, a los ojos del resto de la Humanidad es un mítico soldado que viene librando una guerra eterna, que se prolonga desde hace siglos, desde el principio: la quintaesencia del veterano. Por último, conforme la guerra aumenta en complejidad tecnológica y los escenarios de combate se alejan más y más de la Tierra, el Ejército lo tiene más complicado para planificar las acciones militares, que se prolongarán, a todos los efectos, a lo largo de varios siglos vista.
La novela, Premio Hugo de 1974 a la mejor obra de ciencia ficción (este premio, por lo visto, pese a su ridículo nombre, es el Nobel de la ciencia ficción, si es que eso quiere decir algo), resulta extraordinariamente entretenida, y de hecho uno de sus dos principales defectos no deja de ser una crítica positiva: la extensión de la obra, relativamente breve (no llega a las 300 páginas), determina que el lector se quede con ganas de mucho más, sobre todo en lo que respecta a los cambios experimentados en la Tierra entre viaje y viaje. Por ejemplo: ¿se ha independizado por fin La Rioja de España para el año 2300? ¿Existe aún España? De ser así, ¿sigue gobernando un sucesor de SM Campechano I porque su familia lo vale? ¿Habré pagado por fin la hipoteca del piso? ¿Habrá ganado España el Mundial para el año 3000?
El segundo defecto, común a muchas novelas de ciencia ficción, como El juego de Ender, tiene que ver con la moraleja final: tras más de mil años de guerra, nos enteramos de que en realidad los taurinos son buena gente y que no tenían intención alguna de atacarnos. El siniestro belicismo, la intolerancia de los terrícolas, provocó un conflicto sin fin. En lugar de aproximarnos a la posición del Otro, de indagar en sus fascinantes costumbres, en la rica multiplicidad de su folklore y en el vívido manar de sus diversas manifestaciones culturales, la repetición del milagro de la Vida en otro lugar del Universo sólo mereció como respuesta una orgía de violencia y destrucción sin freno por parte de la raza humana.
La idea, no hace falta decirlo, derrocha multiculturalismo bienpensante por todos lados. Vamos a ver, es seguro que resultaría fascinante entablar relaciones con otras especies inteligentes, pero ¿acaso no sería mucho más fascinante exterminarlas y quedarnos con sus recursos? Llámenme sucio pragmático si así lo desean, malditos románticos, pero piensen que no hay diferente más Diferente que una especie Diferente, de un sistema solar también Diferente. ¿Y realmente podemos fiarnos, así como así, de tal cúmulo de Diferencias? ¿Acaso evitar el riesgo de que los Diferentes quieran exterminarnos, por Diferentes a sus ojos, no compensa sobradamente la pérdida de la explosión de mestizaje cultural que podría alcanzarse de vivir en paz unos con otros? Claro, también puede ser que los Diferentes, además de Diferentes, sean más poderosos, y en tal caso probablemente convenga un despreciable devenir para la Humanidad, arrastrándose cual serviles babosas, que nos permita aprender de nuestros nuevos amos Diferentes lo suficiente para, al final, pagarles con su propia Diferencia… Lo siento, creo que esto versión 3.5 ha acabado creándome otro tumor cerebral.
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