La conquista de México – Hugh Thomas
Hugh Thomas es, qué duda cabe, uno de los más eximios hispanistas que nos ha proporcionado la pródiga cantera británica al respecto. Su obra sobre la Guerra Civil española continúa siendo, cuarenta años después, la obra de referencia fundamental sobre la cuestión. Así que, en principio, su incursión en la historia de los prolegómenos, ejecución y consecuencias de la conquista de México por parte de la expedición de Hernán Cortés estaba destinada a satisfacer sobradamente al respetable. Sin embargo, podríamos temernos también que la dispersión temática de un historiador en teoría especializado en la historia española contemporánea le haría perder enteros al resultado. No en vano, él mismo reconoce, en el prólogo de la obra que aquí analizamos, que para él se trataba de una cuestión nueva, en la que no es especialista. ¿Podría peligrar Hugh Thomas de cierta Césarvidelización? En ningún caso. Téngase en cuenta que, si el presente libro de Thomas fuese deficiente, el historiador inglés seguiría estando avalado por su excelente trabajo en el análisis de la Guerra Civil, mientras que todos los libros de Vidal son una porquería.
No es aquí, por tanto, la falta absoluta de rigor la que opera, sino la legítima curiosidad del intelectual por embarcarse en ámbitos inexplorados de investigación, para lo cual Thomas hace acopio de cientos y cientos de documentos del archivo de Indias que suma a la documentación hasta entonces manejada por los historiadores en la materia. Y del resultado, magnífico desde cualquier punto de vista, pero inabarcable en esta reseña (el libro tiene 800 páginas, pero no se preocupen, está en bolsillo y cuesta unos diez euros), podríamos destacar las siguientes líneas de fuerza:
– La españolidad de la conquista: En la época en la que ocurren los hechos (1519-1521) el Imperio español, aún en ciernes, está también –en todos los sentidos que históricamente lo fundamentaron- en su mejor momento: se ha conseguido unir todos los reinos que ahora conforman España bajo una misma autoridad; se ha terminado, en el proceso, la Reconquista, afirmando la histeria católica que recorre el país y que propicia tanto la expulsión de los judíos como la creación de la Inquisición; se ha repartido chapapote a los franceses en cantidades industriales en las guerras del Gran Capitán en Italia; Carlos V es coronado emperador de un Imperio hecho de retazos y de imposible unidad; los conquistadores se embarcan en una marea continua hacia el Nuevo Mundo; incluso la rebelión de los comuneros en Castilla y de las germanías en Valencia es síntoma de vitalidad. Es el momento de las grandes empresas, el momento en el que Cortés conquista México, Elcano da la vuelta al mundo y, poco después, Pizarro acaba con el Imperio inca de manera aún más improbable que Cortés lo hace con el azteca. Los conquistadores, ávidos de riquezas y de ascenso en la escala social, pero también, influidos por las novelas de caballería, de la realización de “grandes fazañas”, componen un grupo de individuos dispuestos a todo, a pesar de su reducido número. Y, sobre todo, los conquistadores actúan, o más bien aparentan actuar siempre, siguiendo una estricta observancia de la ley, esto es:
– El peso de la burocracia: otro rasgo característico de españolidad, que por su importancia consignamos por separado. Lo primero que hacían los conquistadores al llegar a cualquier territorio era leer un documento en el que se dejaba constancia de la pertenencia de dicho territorio, a partir de ese momento, al emperador Carlos V. A continuación, y por si lo anterior no fuera suficiente fundamentación legal (más vale que ninguno de Ustedes me invite nunca a su casa, o simplemente no impida que entre, lo primero que haré será leer un texto que reza “a partir de ahora, todo esto es mío” y ya pueden ir buscándose otro piso), Cortés insistía una y otra vez a los reyezuelos del lugar con los que se topaba, y por supuesto al emperador azteca Moctezuma, en la conveniencia de que jurasen fidelidad al emperador. Y con eso ya se podía argumentar que, a partir de ese momento, el territorio y sus habitantes pasaban a pertenecer a Carlos V (a veces no era necesario ni eso: Cortés llegó a argumentar que la recepción del emperador Moctezuma a su llegada a Tenochtitlán, en la que vino a decir “ésta es vuestra casa”, ya era, de facto, un sometimiento formal al emperador Carlos V). Si tenemos en cuenta que además estas conversaciones requerían habitualmente de dos y hasta tres intérpretes (Cortés hablaba con Jerónimo de Aguilar, un soldado español que había naufragado en el Yucatán varios años antes, el cual traducía sus palabras al maya a la amante de Cortés, “Malinche” o “Marina”, quien a su vez lo traducía al náhuatl para el interlocutor azteca), puede uno imaginarse la fiabilidad de tales juramentos. Por otro lado, la obsesión de Cortés y los demás conquistadores por los documentos rayaba la paranoia: era fundamental contar con algún tipo de autoridad o reconocimiento escrito de los poderes que, en la práctica, poseía Cortés en México, la llegada de un funcionario real era un acontecimiento de suma importancia, y para asegurar la certificación del poder de hecho como “poder de derecho” Cortés se pasó años enviando emisarios cargados de oro a España para que éstos lo repartieran entre todo aquél que pudiera interceder en su favor, así como enviando una carta tras otra a Carlos V y a la administración española consignando sus éxitos. Cortés, en resumen, como buen funcionario español, mantenía siempre una estricta observancia de la legalidad en todas sus acciones, aunque naturalmente, como buen funcionario español, la retorciera y tergiversara todo lo necesario para que siguiera siendo legalidad.
– Los puntos débiles de los conquistadores: fundamentalmente, su número, que casi nunca superó las mil personas (aunque a partir de cierto momento contaron también con una nutrida fuerza de aliados compuesta por pueblos tributarios o enemigos de los aztecas, en particular los tlaxcaltecas), pero también las atávicas discusiones y disputas causadas fundamentalmente por el reparto del oro y por la dudosa legitimidad legal de Cortés. Éste, de hecho, tuvo que hacer frente a una expedición enviada por el gobernador de Cuba, Diego Velázquez, muy superior en número a la del propio Cortés (el cual, sin embargo, venció en la contienda y se quedó con el grueso de la expedición, que incorporó a sus tropas apelando a su patriotismo, su honda religiosidad y sus ansias de riquezas). Además, naturalmente, de su desconocimiento del terreno y las obvias dificultades de abastecimiento desde el momento en que se internaron en México, abandonando la Villa Rica de la Vera Cruz, fundada por Cortés (quien se autonombró alcalde precisamente para, a partir de entonces, independizarse de la autoridad administrativa del referido Velázquez). Con estos mimbres la fuerza expedicionaria tenía que enfrentarse a un imperio, el azteca, cuya población, incluyendo los muchos pueblos tributarios, podía acercarse a los diez millones de personas (bastante más que Castilla y Aragón juntos), en un territorio de más de un millón de kilómetros cuadrados (el doble que España). No cabe duda de que, de haber presentado batalla los mexicanos desde un primer momento, Cortés no habría tenido nada que hacer.
– Sin embargo, eran mucho mayores los puntos débiles de los aztecas: representantes de una civilización admirable en muchísimos aspectos, muy bien organizada y estructurada, en particular en lo que concierne a las obras de ingeniería, centrada, además, en una capital prácticamente inexpugnable (ubicada en un lago y accesible únicamente mediante canoas o puentes), los aztecas estaban, sin embargo, como es obvio, tecnológicamente atrasados: no utlizaban armas de hierro ni bronce, ni tampoco la rueda (aunque sí que la conocían) ni, por supuesto, la pólvora. No disponían de caballos (animal que se había extinguido de América muchos siglos atrás) y su medio de transporte marítimo se circunscribía a pequeñas canoas que apenas si podían llegar a las islas más cercanas a la costa. Sin embargo, el salto tecnológico no bastaba para compensar la superioridad numérica. Aunque es evidente el impacto de las armas de fuego (en particular los cañones) y del uso de los caballos que hicieron los conquistadores, su utilización se veía limitada por su escasa disponibilidad (alrededor del 10% de los conquistadores, en los mejores momentos de la expedición, iban a caballo, y el número de arcabuceros no superaba, ni de lejos, el 5%; en este último caso, eran mucho más importantes los ballesteros, los cuales tenían una cadencia de disparo mucho mayor). La mayoría de los conquistadores lucharon con espadas o lanzas de hierro, y portaban, además, armaduras de algodón (al estilo mexicano), y no de metal (las cuales, aunque mucho más seguras, eran excesivamente incómodas y pesadas para largas marchas a través de la selva, las montañas o el llano). Para entender la victoria de Cortés, junto al factor tecnológico, cabría considerar otros cuatro:
1. El modo de luchar azteca: por una parte, las nociones de táctica militar se circunscribían al clásico texto prusiano “¡mariquita el último!”. Los aztecas atacaban sin orden ni concierto, y muchas veces se rendían o huían por una embestida particularmente potente de los españoles o por la muerte de alguno de sus jefes. Por otra, el objetivo de los aztecas en las batallas no era matar al enemigo, sino capturarlo, porque sólo así lograban adquirir reconocimiento y ascensos en la escala social/militar (el grado de un soldado se medía en función del número de prisioneros que hubiera hecho, prisioneros que normalmente eran después sacrificados en el altar). En este aspecto, cabe decir que los españoles lo tuvieron siempre muy claro, y las escabechinas solían ser, en consecuencia, espectaculares.
2. Los aliados: los españoles consiguieron muy pronto aliarse con pueblos o bien enemigos de los aztecas, o bien tributarios, siempre merced al mismo método (el uso de la fuerza o la amenaza de ejercerlo, normalmente esto último), los cuales les proporcionaron abastecimiento, información y tropas que llegaron a lo más alto en el seno de la organización militar española, la ansiada categoría de “carne de cañón”. Por otro lado, dado que el imperio azteca había sido forjado gracias a victorias militares y se fundamentaba en su superioridad militar, no resulta difícil adivinar que conforme Cortés se acercaba a Tenochtitlán las existencias de aliados de los aztecas tendían a disminuir drásticamente.
3. El factor psicológico: el Imperio azteca estaba obsesionado con el pasado, con la tradición, y sobre todo con el inexorable fin de los tiempos. Se veía a sí mismo como un Imperio en decadencia, atemorizado por la constatación de la cercanía del fin del mundo decretado por los dioses (si Ustedes piensan que el Dios cristiano es durillo esperen a ver el panteón azteca; ante ellos, incluso el Antiguo Testamento parece un episodio de La casa de la pradera). Además, se suponía que uno de los dioses aztecas más prominentes, Quetzalcóatl, alto y de tez blanca, volvería algún día desde el este para hacerse cargo del Imperio, descripción que sorprendentemente coincidía con la de los conquistadores (los cuales, como un intermediario futbolístico en el mes de junio en declaraciones al Marca, ni afirmaban ni desmentían ser Quetzalcóatl).
4. La figura de Cortés, sin cuyas decisiones no se entiende el sorprendente derrumbe de un Imperio más grande que el español en apenas dos años y por parte de un grupo de conquistadores tan reducido. Si en el caso del Imperio inca su caída se produjo merced a un movimiento aún más osado (la captura del emperador Atahualpa por Pizarro), en plan picaruelo de barrio robando una gallina, el método de Cortés fue mucho más sofisticado, combinando todos los recursos al alcance de los grandes líderes: palo y zanahoria, pero sobre todo palo (aunque Cortés no fue un conquistador particularmente cruel con los indios, en comparación con la media –lo cual no significaba que los indios le importasen un pimiento, sino que prefería hacerse con ellos evitándose sangrías innecesarias que pudieran provocarle problemas-, sí que hizo uso de vez en cuando, sobre todo al principio, de ataques preventivos que no dejaban individuo alguno en pie), mucha mano izquierda con sus tropas (a las que, sin embargo, timó descaradamente en el reparto del botín) y con sus enemigos y, sobre todo, el aparentar de continuo un absoluto convencimiento, ante los indios y ante los representantes reales, de lo legítimo de su causa (cualquiera que fuera esta) y de la autoridad a la que se remitía (Dios y el emperador Carlos V, por este orden). De hecho, y sin apenas librar batallas dignas de importancia, Cortés ya había logrado hacerse con la capital de México, y sólo su inoportuna marcha para combatir a Pánfilo de Narváez (el expedicionario enviado por Velázquez) provocó la famosa noche triste (la mano derecha de Cortés, Pedro de Alvarado, avisado de una supuesta conspiración azteca en su contra, efectuó una espectacular escabechina en mitad de un festival religioso azteca, en la que se llevó por delante a casi todos los representantes de la “sociedad civil”, o sea, la clase alta, lo cual provocó la lógica discrepancia de pareceres entre los españoles y los aztecas, quienes acabaron asesinando a Moctezuma de una pedrada) en la que, poco después de volver Cortés, los aztecas obligaron a huir a los españoles y les provocaron, por una vez, cuantiosas bajas. Pese a lo cual, y sólo un año después, Cortés, que había logrado recomponer sus alianzas y su ejército, volvía a Tenochtitlan y la conquistaba en pocos meses (destruyéndola casi totalmente en el proceso), con lo que, aunque tuvo que sustituir su estrategia diplomática por la habitual en estos casos (a hostia limpia), al final consiguió su objetivo.
– Los objetivos de la expedición: estos eran tres, por este orden: en primer lugar, el sometimiento a la autoridad imperial: lo primero que hacía Cortés al llegar a cualquier poblacho era el referido ritual burocrático, todo hay que decirlo, mucho más ágil que la actual administración (bastaba con leer un par de frases y conseguir alguna fórmula verbal de sujeción a la Corona española para dar por incorporado el territorio a ésta: como puede comprobarse, la llamativa discrepancia entre el cúmulo de documentos, certificados, cédulas y pólizas que es necesario para conseguir realizar cualquier trámite en España y la emotiva sencillez del proceso si de lo que se trata es de expresar el vasallaje a la autoridad monárquica –habitualmente expresado en forma verbal o, por qué no decirlo, oral- no es privativa de la época actual). A partir de ahí, Cortés se dedicaba a dar el coñazo, vía intérpretes, a todo el mundo con la descripción de las muchas virtudes del emperador, al cual, por otro lado, no conocía en absoluto, y la era de paz y prosperidad que les llegaría a ellos, los mexicanos, bajo su égida. En segundo lugar, era fundamental la referencia al Dios único, esto es, la expansión del catolicismo. Una vez asentada la autoridad real, lo siguiente era explicar a los pobres e ignorantes mexicanos la enorme piedad de Dios, su autoridad suprema (cabe esperar que aquí los interlocutores de Cortés tuvieran dudas respecto del por otro lado clásico conflicto de legitimidades entre Dios y el Emperador) y la necesidad de abrazar la fe y, en consecuencia, abandonar la idolatría, a lo cual los conquistadores también se dedicaron con entusiasmo, prohibiendo los sacrificios humanos (aunque no siempre, en ocasiones, sobre todo fiestas mayores particularmente importantes, solían hacer la vista gorda, como también ocurre en la actualidad), elemento auténticamente perturbador de las relaciones entre las dos civilizaciones (y al mismo tiempo, por supuesto, legitimador de la conquista y de la autoridad moral conferida por la fe católica) y en ocasiones derribando, en plan Moisés, los ídolos de los altares (los cuales solían ser sustituidos por alguna emotiva imagen de la Virgen en una de sus infinitas representaciones, cuya presencia, a su vez, no era óbice para que los conquistadores se dedicaran a fornicar sin freno con las mujeres aztecas). Por último, los bienes materiales: una vez asentada la autoridad real, a veces incluso antes de la necesaria confortación de la fe, Cortés pedía, invariablemente, como haría el más acreditado cuñado gorrón, alojamiento y manutención gratis para él y sus tropas, y una vez saciado exigía que le trajeran oro, mucho oro, todo el oro que tuvieran disponible los mexicanos, y si éste venía acompañado de otras riquezas mejor que mejor (en ocasiones esta petición era malinterpretada por los mexicanos, merced a las clásicas diferencias en lo cultural, dado que éstos también solían traer como parte del botín una cantidad considerable de plumas de quetzal, muy apreciadas por los lugareños pero obviamente despreciadas, por poco viritles, por parte de los conquistadores). Era tal la necesidad de oro que atenazaba a los conquistadores que Cortés llegó a argumentar en ocasiones, ante las manifestaciones de extrañeza de los mexicanos, que los españoles padecían una extraña enfermedad propia de su raza que sólo se curaría con cantidades ingentes y continuadas de oro (lo cual, justo es decirlo, resultaba radicalmente cierto). Echando una mirada retrospectiva, cabe decir que los objetivos se alcanzaron totalmente: la administración española echó sus garras sobre el territorio durante 300 años (y su impronta sigue más que viva en el acontecer diario del país); la fe se asentó firmemente en pocas décadas desde la conquista y sigue ahí; y los españoles se llevaron prácticamente todas las existencias de oro y plata que México podía proporcionar (otra cosa es que lo despilfarraran en francachelas, aspecto este en el que, de nuevo, puede verse la impronta española en el México actual).
– Por último, el genocidio: un argumento habitual de los malvados extranjeros para reavivar la “leyenda negra” española es el del genocidio cometido con los nativos americanos. Pasando por alto la legitimidad moral de los autores de dichos argumentos, cabe decir que aunque los conquistadores eran lo que en círculos intelectuales se considera tradicionalmente como “unos peazo bestias que no veas”, y por supuesto asesinaron y torturaron por doquier, hay tres factores que ciertamente limitan el alcance efectivo del genocidio: a) la escasez de recursos para llevar a cabo el genocidio: por mucho que los conquistadores pusieran toda su pasión y su empeño, los recursos a su alcance para matar y torturar no permitían de ninguna manera alcanzar los objetivos de un genocidio como el que se les achaca; b) es cierto que la población india disminuyó en gran medida en las décadas posteriores a la llegada de los españoles (desapareciendo completamente de las islas del Caribe y reduciéndose a la mitad o incluso la cuarta parte en México), pero lo hizo principalmente a causa de las enfermedades importadas por los españoles (en particular la viruela y la gripe), (quienes recibieron a cambio “el mal francés”, la sífilis, si es que los franceses son unos viciosos degenerados), que se llevaron por delante a millones de personas en pocos años; y, sobre todo, c) tan pronto como la Iglesia comenzó a mandar de verdad en América acabó con la mayor parte de los abusos contra los indios, dado que, al fin y al cabo, se trataba de una clientela potencial de enorme valor en un momento en el que la Reforma estaba dañando fuertemente el mercado europeo. A partir de ese momento los indios se convirtieron en paupérrimos ciudadanos de segunda clase de todo derecho, situación en la que continúan quinientos años después (una vez los criollos descendientes de españoles que de vez en cuando hablan del genocidio se hicieron cargo del poder).
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