Hitler 1936 – 1945 – Ian Kershaw
La segunda parte de la biografía de Hitler del británico Kershaw es, si cabe, más interesante que la primera, pues ahonda en aspectos que, no nos engañemos, son mucho más interesantes que los discursillos de cervecería en los que hasta el momento se había especializado el Führer. Los años que abarca este segundo volumen son “los años”, es decir, la época de la Guerra Civil española, el continuo expansionismo alemán y, finalmente, la Segunda Guerra Mundial.
Durante los años previos a la guerra, la figura de Hitler se asemeja bastante a la de aquellos jefecillos de medio pelo a los que todos hemos tenido que amoldarnos en algún momento de nuestras vidas: en las discusiones de Munich para anexionarse los Sudetes, el Führer gritaba, y gritaba, y gritaba hasta que las melindrosas “potencias” occidentales le dejaban quedarse con todo; igualmente ocurrió con la anexión mediante plebiscito de Austria (el Anchluss), así como la ayuda descarada de los nazis al Caudillo en la Guerra Civil Española, pese a la existencia (supuesta) de un Comité de No Intervención.
Y mientras su líder gritaba, Alemania se preparaba para la guerra. Kershaw nos habla de un Adolfito esencialmente maniqueo, que presentaba la realidad siempre en términos de blanco o negro: Alemania se rearmaba porque “la guerra era inevitable”, y era inevitable porque “se tratará de una guerra de aniquilación: la victoria o la destrucción de Alemania”; igualmente ocurrirá con el alumbramiento de la “Solución Final” (“aniquilaremos a la judeidad antes de que nos intente destruir”, decía el muy capullo), y con muchas otras cosas. Ese carácter maniqueo y aparentemente inflexible, su incapacidad para llegar a ningún tipo de acuerdos y, en última instancia, su desinterés en delegar responsabilidades en ninguna otra persona, acabarán llevando a Alemania al desastre. En ningún momento de la guerra intentaron los nazis establecer conversaciones de paz ni con la Unión Soviética ni con los aliados occidentales, pese a aventurillas de piraos como Rudolf Hess, que en 1941 se lanzó en paracaidas sobre Escocia para intentar llegar a acuerdos de paz con los británicos (y así le fue: cadena perpetua).
La desconfianza del Führer en nadie que no fuera él mismo acabó por generarle multitud de problemas con el estamento militar, que muy a menudo estaba en desacuerdo con las ideas militares de su caudillo (que, naturalmente, eran las que al final se llevaban a la práctica); a base de gritos, de arrebatos de auténtica histeria, de amenazas, el Führer consiguió todo lo que quiso, de grado o por la fuerza (generalmente, por la fuerza), salvo en una ocasión: en el momento en que Hitler, ufano, intentó atraerse al gigantesco potencial militar español, nuestro Caudillo, el único que ha merecido tal nombre, le dijo, con suave, pero recio y firme al mismo tiempo, acento gallego: “El Imperio hacia la Cruz del Sur no participará en ningún conflicto internacional”; bastante teníamos los españoles con reconstruir el país tras tres años de guerra, así lo entendió el Caudillo y, echándole un par de huevos, denegó su ayuda al Führer (ayuda que, no nos cabe la menor duda, habría cambiado el curso de la guerra); en ese momento la mayor parte de los alemanes, por mucho entusiasmo que tuvieran por su Führer, se dieron cuenta de que la guerra estaba perdida.
Pero el Führer no opinaba lo mismo. Confiado en sus aliados (se ve que aún no había echado un vistazo a la valentía de las tropas italianas) y en su propia fuerza, máxime después de haber conquistado Francia en un par de meses (hermosa tradición que todo gobernante alemán que se precie debería cumplir siempre, de una manera u otra), aburrido por la falta de alicientes, decidió lanzarse hacia la hidra marxista, su principal error.
Porque la Unión Soviética, en cuanto país comunista, era una potencia seria que sabía otorgar a la industria armamentística la importancia que requería (de hecho, era la única industria soviética digna de tal nombre, porque por lo demás tenían una empresa de cerillas, una empresa de botas, una empresa de detergentes, … y así todo), y estaba dirigida por un líder igual de sádico que Hitler pero bastante más inteligente y realista a la hora de la verdad: Josif Stalin (de hecho, Stalin era el único dirigente internacional al que Hitler admiraba, además de a él mismo, claro).
La apertura de un segundo frente, con el propósito de “extirpar el bolchevismo” y ganar espacio vital (lebensraum) en el Este (como si no tuvieran ya suficiente), así como para aplicar la Solución Final de forma aún más salvaje, fue el fin de Hitler. Hasta entonces, era posible pensar en un final de la guerra enormemente ventajoso para Alemania, pero desde el momento en que tuvo que dividir sus fuerzas para atacar a la Unión Soviética, por más que inicialmente los éxitos fuesen espectaculares, comenzaba a estar meridianamente claro que Alemania se había buscado demasiados enemigos. La entrada del Tío Sam en la guerra, tras el bombardeo de Pearl Harbour, y su enorme potencia industrial dedicada a la producción de armas, acabó por doblegar la resistencia alemana, de forma tanto más acelerada cuanto las decisiones militares seguían estando en manos del Führer, el cual, tras los éxitos iniciales, cometió un error tras otro, el más importante de los cuales, la ofensiva del Cáucaso, acabó en el desastre de Stalingrado, con 80.000 soldados alemanes hechos prisioneros de los soviéticos.
Los siguientes dos años vieron una sucesión de derrotas alemanas en todos los frentes, en una carrera frenética por llegar cuanto antes a Berlín, que, naturalmente, ganaron los rusos, puesto que los aliados occidentales contaban con la rémora que es siempre tener a los franceses de tu lado en una guerra contra Alemania. Pese a ello, Francia se aseguró un lugar de privilegio, absolutamente injustificado (a no ser que se considerara meritoria la labor de la “Resistencia” francesa, compuesta, como todo el mundo sabe, íntegramente por republicanos españoles), en el reparto de zonas de influencia en lo que quedaba de Alemania después de la guerra.
¿Qué hizo el Führer mientras todo se desmoronaba a su alrededor? Pues absolutamente nada; Alemania nunca cedería, o la victoria o la extinción, etc., mientras fiaba todas sus esperanzas en las nuevas armas revolucionarias desarrolladas por los ingenieros teutones o en que los Aliados “rompiesen el pacto” y su alianza se disgregara. Al final, el Führer llegó a la inteligente conclusión de que si Alemania perdía la guerra era porque “los alemanes no son dignos de mi”, y dicho esto, dejando el país en ruinas, el tío se pegó un tiro en la sien y allí se acabó todo.
La biografía de Kershaw dedicada a estos años finales de la vida de Hitler, los años del apogeo del nazismo y la posterior derrota, gana considerablemente en interés respecto al primer tomo, porque el autor aúna con precisión las referencias a la compleja personalidad del Führer (que, en cierto sentido, a mi me recuerda a un niño pequeño: Hitler era gritón y caprichoso y los niños también lo son; Hitler me parece un sujeto repugnante y los niños… Bueno, ¿que quieren que les diga de “esos locos bajitos”?) con el necesario desarrollo de los acontecimientos internacionales. Es en gran medida una biografía desmitificadora, no tanto de la figura del Führer (creo que no es preciso desmitificarla mucho más) como de la supuesta eficacia militar alemana, que sólo se hacía efectiva cuando tuvo que luchar contra enemigos más bien patéticos. Kershaw destaca que el Estado nazi, en cuanto a la Administración, era un auténtico desastre, y las muchas veces arbitrarias decisiones de Hitler en el plano militar menguaron considerablemente las posibilidades militares de Alemania.
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