Hamlet – William Shakespeare
Tragedia en estado puro
Hamlet es una de las mejores obras de la literatura universal. Quizás habría sido más conveniente hablar, en concreto, de una obra de teatro, pero el que esto escribe siempre ha pensado que la función capital de las obras teatrales es recabar subvenciones, y dado que es poco probable que esto ocurriera en la época de William Shakespeare, preferimos hablar de Hamlet como lo que es: una excelente tragedia, una obra que tiene un gran valor al ser leída y, también, al ser representada. Lamentablemente, con una única excepción los acercamientos a Shakespeare que este sufrido ex espectador de teatro ha tenido que aguantar se dedicaban a destruir la obra en pro de la búsqueda de “nuevas formas de expresión”, con el resultado previsible: no expresaban nada de nada, o al menos nada interesante.
A lo que íbamos: lo primero que llama la atención en Hamlet es el excelente uso del lenguaje para transmitir pensamientos y emociones. Esa es, sin duda, una de las más notables características del conjunto de la obra de Shakespeare, su enorme capacidad para utilizar la herramienta básica de su profesión, el lenguaje, para transmitirnos sus historias de forma adecuada. A veces da la sensación, leyendo Hamlet, de que no es Shakespeare, sino el mismísimo Luis María Anson quien nos está hablando, así de divina es la retórica shakesperiana.
Lo curioso es que, detrás de este abigarrado uso del lenguaje, Shakespeare esconde lo que, si no se tratara de un anacronismo, parecería un auténtico plagio de Falcon Crest, eso sí, con mucha elegancia, pero un culebrón al fin y al cabo. La historia de Hamlet es la historia del heredero del trono de Dinamarca, cuyo padre muerto se le aparece notificándole que no murió de forma natural, sino asesinado por su hermano (el tío de Hamlet), actual rey de Dinamarca, que para más inri aprovechó la coyuntura para casarse con la viuda del rey, madre de Hamlet. Como ven, el Rey de Dinamarca es el felipista de nuestra historia.
Hamlet, que ya estaba un poco tocado del ala, se vuelve definitivamente tarumba en cuanto tiene que soportar la visión del espectro que dice ser su padre. La verdad es que no es para menos. Si esto pasara en cualquier pueblo español no habría problemas, al fin y al cabo las zonas rurales y analfabetas siempre han sido pródigas, casualmente, en apariciones de todo tipo de espectros y vírgenes; pero un país tan frío y serio como Dinamarca es otra historia.
Total, que Hamlet se despendola y lleva a cabo las siguientes acciones en escaso lapso de tiempo: rechaza a su supuesta amada Ofelia, riéndose de ella y “ofendiéndola en su honor” (uséase, que le dijo a la pobre chica que era un putón verbenero, vamos); acusa a su tío delante de toda la Corte de ser el asesino del padre de Hamlet, y a su madre (la de Hamlet, esposa del actual rey y del anterior ¡qué lío!) de estar aún más salida que Ofelia, pues retozando con el tío de Hamlet estaba ofendiendo la memoria del ex marido; y se carga de una estocada a Polonio, anciano cortesano que es, también, el padre de Ofelia. ¡Vaya elemento! ¿No creen?
El maligno rey obliga a nuestro sacrificado Hamlet a partir hacia Inglaterra, país que es descrito por los personajes como un centro de lujuria y perversión (como ven, hay cosas que nunca cambian, nos imaginamos a los lores de la época de Isabel I travestidos y con bolsas en la cabeza al igual que hacen los de la época de Isabel II); el tío de Hamlet ordena que éste muera en una emboscada al llegar a Inglaterra, pero Hamlet, que está loco pero no es tonto, logra escapar y vuelve de incógnito a Dinamarca, descubriendo que Ofelia no ha podido soportar la muerte de su padre y el rechazo de Hamlet y ahora está tan loca como él: ¿un intento de demostrarle a Hamlet su amor, como diciendo “con tal de estar contigo pierdo la chaveta, estoy dispuesta incluso a hacerme socia del Atlético de Madrid si es preciso?” Nunca se sabe.
El hermano de Ofelia, Laertes, que estaba en viaje de negocios por Francia (vendiendo sus servicios de espadachín a quien pudiera pagarlos), vuelve a Dinamarca y se agarra un cabreo con Hamlet de no te menees. Al poco Ofelia se suicida y Laertes, incitado por el siniestro rey, decide asesinar a Hamlet, que total sólo había matado a su padre y vuelto loca a su hermana, ya ven por qué tonterías se enfadaba la gente en los oscuros tiempos medievales.
El rey invita a su sobrino Hamlet a medirse con Laertes en un aparentemente inocuo duelo de espadas. Pero hete aquí que el rey lo dispone todo para que Laertes tenga una espada de las de verdad, de las que matan, con la punta envenenada y todo, y además, por si el manta de Laertes no fuera capaz de ensartar a Hamlet, el rey le ofrecerá a su pirao sobrino una bebida envenenada.
Y aquí Shakespeare nos ofrece un clímax de esos que no habíamos visto ni en los más reputados culebrones venezolanos. Básicamente:
– En el fragor de la batalla, Laertes hiere a Hamlet con la punta envenenada, pero al poco se cambian inopinadamente los floretes y es Hamlet quien ensarta a Laertes como un pollo.
– Poco antes, la reina, sedienta, se había atizado un lingotazo de la bebida destinada a Hamlet, y es la primera en palmarla.
– Hamlet aprovecha los últimos momentos que le quedan de vida para cargarse al rey y lanzar el típico soliloquio en plan “muero, vaya putada”, aunque más ornamentado.
Al final en Hamlet muere hasta el apuntador, de los personajes principales sólo queda en pie Horacio, fiel amigo de Hamlet, cuya función es observar cómo unos y otros van cayendo como moscas. A los demás (Polonio, Ofelia, el rey, la reina, Hamlet, Laertes) Shakespeare se los carga, el clásico recurso para terminar una historia sin que ni siquiera Kenneth Branagh sea capaz de idear una segunda parte para el cine. Resumiendo, se trata de un dramón de los buenos, que nos demuestra la bajeza de la condición humana, los estrechos límites existentes entre la lucidez y la locura, la visión de la muerte como objeto de redención, y un montón de cosas bonitas por el estilo, pero fundamentalmente que el tal Shakespeare sí que sabía escribir historias para venderlas tanto en el kiosko como en la ópera. Un genio.
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