Felices como asesinos – Gordon Burn
La sociedad de los horrores
A lo largo de los últimos años, el Reino Unido ha proporcionado al mundo dos tipos de noticias que han dado cuenta del progreso y avances de la sociedad británica. Por un lado, los escándalos de su monarquía. Incendios, exenciones fiscales, separaciones, adulterios, supuestas intrigas asesinas, en definitiva, días de ginebra y rosas. Y, por otra parte, la aparición de asesinos en serie que baten récords mundiales tanto en número de víctimas como en despistes elementales a la policía y la justicia. Con una Casa Real tan ejemplar, y con un sistema tan eficaz, luego se quejan de las travesurillas de los chiquillos futbolistas del Leicester. Qué quieren, si sólo imitan lo que ven.
Porque lo de los asesinos en serie británicos no es ninguna tontería. No contentos con haber aportado a la historia nombres de profesionales como Jack el Destripador (un auténtico pionero de la moderna historia criminal) la rivalidad y envidia británicas hacia Estados Unidos siempre ha sido notoria. Poco podían resistir en la Gran Bretaña el récord de Ted Bundy, el norteamericano que se cargó a unas cien mujeres en los años 70. Y así tenemos al Doctor Muerte, Harold Shipman, el médico que, a base de pinchazos de morfina, liquidó, según cálculos aproximados, a unos trescientos pacientes. Esto sí que es premier league, y lo demás son tonterías.
Pero antes de que el Doctor Muerte fuese inmortalizado por la prensa, otros simpáticos británicos, en este caso un afable y trabajador matrimonio que residía en Gloucester, marcaron la tendencia de la moda de los 90. Fred y Rose West asesinaron, a lo largo de más de veinte años, a una serie de mujeres a las que luego enterraban en su jardín y en el sótano de su casa. Cuando en 1994 los investigadores se dieron cuenta de que allí había más huesos enterrados que en Atapuerca, la prensa etiquetó el suceso como “la casa de los horrores”, nombre que pasaría a la posteridad.
La historia del descubrimiento es casi tan macabra como la de los sucesos mismos. Como consecuencia de una denuncia por abusos y malos tratos presentadas por una de las hijas de los West, la policía empieza a investigar la desaparición de Heather West, otra de las hijas de la pareja, producida siete años atrás. Más bien movidos por una corazonada, la policía consigue una orden judicial para proceder a excavar en el jardín familiar. Y encuentran el cadáver de Heather, pero con una particularidad: que tenía tres fémures. La búsqueda de nuevos cadáveres concluyó con el hallazgo de ocho esqueletos más, todos incompletos, puesto que les faltaban huesos de los pies y de las manos y las rótulas, unos trofeos que nunca fueron encontrados. Tras la detención del matrimonio, Fred se suicidaría al cabo de los meses en la cárcel.
La personalidad de Fred y Rose West es, como no podía ser de otro modo, enfermiza. A la vez que compleja. Se descubrió que en la casa que poseían había, aparte de huesos, un centenar de cintas de vídeo de porno casero, así como una colección completísima de instantáneas de genitales. Fred y Rose alquilaban habitaciones de su casa a cualquiera, y Fred le suministraba continuamente a Rose hombres negros para que mantuvieran relaciones sexuales con ella: según su marido, Rose necesitaba estar en contacto con hombres dotados, mientras él espiaba, fotografiaba y filmaba los encuentros. En estas prácticas sexuales incluían también a sus hijos, a los que iniciaban en la infancia con tocamientos y violaciones. Fred obligaba a sus hijas a mantener relaciones sexuales con él, e incluso llegaba a afirmar que el primer hijo que tuvieran debería ser fecundado por él mismo. Con el tiempo, obligaban a sus hijos a participar en orgías comunes con los visitantes de la casa.
Por lo demás, Fred era considerado un buen trabajador. Se dedicaba a realizar chapuzas y, dada su paciencia y dedicación, se le tenía como uno de los mejores de la zona. Estaba obsesionado con las herramientas, y su casa estaba siempre en obras: remodelaba constantemente su estructura con la inclusión de nuevas habitaciones, con reformas y con nuevos revestimientos en el sótano, lo que servía, además, para esconder mejor los cadáveres. Algo que, por otra parte, no parecía necesario: a pesar de algunas denuncias por violaciones y de su conducta extravagante (Rose se paseaba por el barrio sin ropa interior y se sentaba en los bares mostrando en todo momento, en plan Marta Chávarri, sus interioridades), los West actuaron libremente durante más de dos décadas. Un recuerdo tan vergonzoso que motivó el enterramiento de cualquier vestigio, tras la demolición de la casa: “Tras un largo periodo de consultas, se adoptó la decisión de convertir el lugar en una zona peatonal o atajo que conectara la calle con St Michael’s Square y el bullicioso centro de Gloucester. Se estudiaron y rechazaron otras alternativas: una placa conmemorativa en el solar, un jardín en recuerdo suyo. Nadie quería conservar semejantes recuerdos, un recordatorio permanente”, según cuenta Gordon Burn en “Felices como asesinos”, la recreación novelada de aquellos crímenes.
Leyendo la obra, el referente siempre presente es el de “A sangre fría”, porque Burn (un escritor y periodista británico nacido en 1948) sigue el camino emprendido por Capote, el de partir de un seguimiento escrupuloso de una serie de hechos para configurar una obra a medio camino entre el reportaje y la novela, lo que en su momento se dio en llamar “novela de no ficción”. No obstante, el tratamiento compositivo, e incluso moral, es distinto al de Capote. Si en “A sangre fría” Capote venía a ofrecer, aunque fuera de manera implícita, una posibilidad de solución al problema (la supresión de la pena de muerte, en una lectura que seguiría Richard Brooks en su adaptación al cine de la obra), Burn no puede ni siquiera imaginar una salida digna: lo único que se puede hacer es disimular y mirar hacia otro lado, como si nada hubiera ocurrido. Mientras la historia de Capote sigue un desarrollo lineal, Burn ha compuesto su material de una manera interrumpida y cortante, como si una historia sobre cuerpos desmembrados y mutilados no se pudiera contar de otra manera. La mente tortuosa de los West, así como la estructura laberíntica de la casa en la que vivían, se plasma en lo que ha sido, desde su publicación, uno de los aspectos más aplaudidos de la novela: su composición.
Por otro lado, si “A sangre fría” nos hablaba de un crimen cometido en una zona rural de Estados Unidos, “Felices como asesinos” centra su terror en el ambiente urbano en que se desarrolla la historia. Sólo en este ambiente, consecuencia de una industrialización acelerada y desmesurada, en un barrio obrero, en un clima despersonalizado, es como se consigue la ocultación de las más brutales aberraciones: “La libertad que confieren los disfraces. La libertad que las ciudades otorgan. En la ciudad lo prohibido –lo más temido y deseado- se hace posible. Y Fred y Rose, nacidos ambos en casas con vistas al campo abierto que se prolongaban hasta el horizonte –lugares luminosos proyectándose ante la luz-, se habían sentido atraídos por separado por las oscuras anfractuosidades de la vida urbana. Complacencia, perversión, anonimato y desorden en lugar de la vida previsible y el apacible cambio de las estaciones”. El terror de lo cotidiano, una fórmula que, tanto en la ficción como en la realidad, ha dado tan buenos resultados.
Porque no sólo se trata de que cualquiera pase desapercibido en una ciudad, sino que el disfraz de lo normal contribuye a esta ocultación: “A juzgar por los estándares de Cromwell Street en los años setenta, que albergaba el inventario completo de la anarquía urbana, se diría que la gente que vivía en el número 25 era una familia modelo. Un padre con un trabajo regular y entregado a la mejora de su hogar; una madre joven y trabajadora que, a pesar de todo, se las apañaba para resultar atractiva y presentable; un bebé y tres niñas pequeñas que eran educadas, tranquilas y se criaban bien. Ella le despedía con un beso a la puerta cuando salía a trabajar por la noche, y siempre tenía el desayuno esperándole en la mesa por la mañana. Y Fred no tardó en poner una placa en el exterior de la casa que era poco menos que un emblema de su estatus y una declaración de su respetabilidad”.
Ingredientes, lo cotidiano y lo normal, que no por recurrentes resultan menos eficaces cuando se emplean bien. Porque, con ser un buen material de partida y con estar el libro documentado hasta la última línea, es la escritura de Gordon Burn la que nos sumerge en una historia alucinante donde nada tiene explicación racional, y donde todo resulta confuso y atropellado, desde los crímenes a las apabullantes y desordenadas preguntas de los interrogatorios a los que finalmente resultan sometidos los culpables. Después de publicada la novela, la realidad sigue (con casos como el del Doctor Muerte) suministrando materiales a la ficción. En una época en que se confunden ambos ámbitos, en que una guerra es televisada como espectáculo, no es de extrañar que la literatura realice una reflexión al respecto. Es, además, recomendable.
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