EPISODIOS NACIONALES – 1. TRAFALGAR
Zidanes y Pavones
Hoy en día ya sabemos en qué concluye la política de “Zidanes y Pavones” para conseguir el triplete y reinar en Europa: en cerete. Algo parecido le ocurrió a España en 1805 cuando, de la mano del galáctico Napoleón, se enfrentó a Inglaterra y no sólo palmamos, sino que fuimos puta y pagamos la cama. Esto es, Zidane no sólo no nos dio la gloria que costó su fichaje, sino que en un hábil golpe de mano digno de un trilero experimentado, se terminó quedando con el Bernabeu para montar pues lo único que puede montar un francés allende de sus fronteras: una casa de putas. Pero no adelantemos acontecimientos, que esto ya es meterse en otros Episodios.
El que nos ocupa es Trafalgar, el primero de la colección. En él se nos presenta a Gabriel, personaje inspirado en el testimonio sobre la batalla que le dio a Galdós un superviviente de la misma durante el tiempo que éste vivió en Santander. Gabrielito pasa su infancia en el prototipo de familia española de todos los tiempos: una mujer catolicísima que recibe palizas con resignación, aunque en este caso se las da su hermano alcohólico –qué casualidad- que también zumba de vez en cuando al chaval. Cuando la madre muere, el chico se escapa del domésticamente violento tío y es adoptado por un matrimonio en el que el cabeza de familia es un veterano militar.
El inicio de la historia transcurre en lo que fueron los preparativos de la batalla. Los hombres envalentonados presumen de hazañas pasadas y se calientan la cabeza con la paliza que le van a dar a los ingleses, mientras las mujeres, más realistas y pragmáticas, señalan la intrascendencia del conflicto para lo que es su vida real. Nada que no suceda en cualquier hogar español un miércoles de Champions League.
El tema es que aquí los hombres en lugar de ver el espectáculo desde su salón, participan en él poniendo su vida en juego. Vemos aquí la prueba de que España en estos tiempos era un lugar de progreso e ideas avanzadas como ya señalábamos en la biografía del autor. Si actualmente miles de insumisos y objetores de conciencia han logrado acabar con el servicio militar obligatorio de forma que hoy nuestro ejército profesional resultante está formado en su mayoría por gallegos, andaluces y extremeños, es decir, las regiones más pobres de España, ya en 1805 teníamos un pensamiento igual de vanguardista y al ejército también iban los más desfavorecidos que no tenían dónde caerse muertos. Cosa que no hacían los carcas ingleses, que obligaban a que cada región de su país aportara un número determinado de soldados para defender los intereses del conjunto de la nación.
Galdós presenta una España agotada. A la guerra van oficiales mutilados por tres partes henchidos de orgullo y paja mental. Una situación de riqueza intelectual en el mundo de la política que, de nuevo, no se ha vuelto a ver en este sabio país hasta que José María Aznar empezó a mandar barcos de guerra a Guinea para apoyar golpes de Estado con la intención de afanar petróleo a los ricos que subyugan al mundo, o como cuando se unió al Trío de las Azores con los mismo fines: petróleo para los pobres.
Los españoles por aquel entonces teníamos la flota un tanto perjudicada, pero se había recuperado de los últimos vaivenes que nos habían dado los nuevos ricos del momento en diversas batallas alrededor del mundo. No obstante, teníamos a cracks mediáticos como Churruca, cuyos mapas navales se vendían como churros en el resto de Europa. Pero su sabiduría no fue tenida en cuenta. El Florentino del momento, Godoy, puso todos los recursos en manos de los franceses y de ellos fue la idea de afrontar la batalla saliendo al ataque, en lugar de montar un catenaccio en la Bahía de Cádiz contra el que se hubiera estrellado Nelson, el delantero centro de Inglaterra, logrando al menos un empate en casa por nuestra parte que, cuando menos, no hubiera sido tan chungo como lo que nos deparó el destino.
Según cuenta Don Benito, la escuadra franco-española estaba bajo las órdenes del Almirante Pier Charles Villneuve, que frente a los ingleses sólo había cosechado un 0-0 en las Antillas y un 0-2 en Finisterre. Ésta era su baza. Preparó una alineación ofensiva con la que los españoles nos arrojamos a muerte a por la victoria hasta que él mismo mando a freír gárgaras la estrategia con un viraje amarrategui a las primeras de cambio que rompió nuestras líneas y propició la goleada inglesa. Estos datos –suponemos- deben tener la misma veracidad que las culpas que los españoles le echamos de todos nuestros males a las conspiraciones judeomasónicas y similares.
El caso es que, por una razón o por otra, palmamos como Dios está mandado. Nuestros cracks mediáticos se lesionaron de muerte y nuestro equipo no dio pie con bolo hasta que se consumó la desgracia y bajamos a tercera regional en la tristemente célebre promoción de 1898.
Gabriel asiste a este desastre en primera persona haciéndonos partícipes de la tragedia a través de su visión inocente e infantil del conflicto. Sin embargo, el chico razona y evoluciona, como hizo nuestro país tras este desastre y los que vinieron inmediatamente después. Y en su testimonio destaca el arrebato de lucidez con el que simbólicamente España trató de zafarse de su pasado y mirar un poco hacia delante. Reacción que es patente en estas brillantes líneas:
Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.
Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
Hoy en día que la patria se reduce a “hacer país con el FC Barcelona” como señala Laporta, o a contemplar el exagerado ademán del que tira del carro ante los símbolos nacionales, no está demás reflexionar un poco sobre la conclusión que extrae el autor de esta terrible tragedia.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.