El Silmarillion – J.R.R. Tolkien
Cualquier rendido admirador de la obra de Tolkien les dirá que El Silmarillion es su obra más importante, “pues allí edifica Tolkien su cosmogonía”, esto es, el mundo fantástico en el que transcurren las aventuras del Señor de los Anillos y demás. Claro está que nosotros no somos admiradores de Tolkien, por lo que no tendremos ningún problema en proclamar, en voz bien alta y potente, que el Silmarillion es uno de los mayores bodrios literarios jamás ideados por el ser humano.
Se supone que el lector ha de estar muy interesado mientras Tolkien relata la evolución y hechos fundamentales de la Tierra Media, la creación del mundo, la aparición de los Elfos y los Hombres, la eterna lucha entre el Bien y el Mal, etc. Pero el interés no reside en las historias en sí, sino en que éstas son parte de una mitología, al uso de la vikinga y la griega. Claro, como toda mitología es una invención desde el principio hasta el final no debería haber problemas en que un loco decidiera inventarse una nueva en pleno siglo XX y tener la misma -ninguna- legitimidad que las demás, ¿no es así?
En principio, máxime teniendo en cuenta que los admiradores de Tolkien son legión, más, sin duda, que los seguidores de la mitología euskérica, por ejemplo, no habría ningún problema en tragar, pero claro, el problema es que se supone que el Silmarillion no es un texto sagrado, sino una joya de la literatura. Y ahí Tolkien resbala por todos lados, fundamentalmente por tres motivos:
1) Las historias están escritas con un estilo ampuloso que pretende (se supone) imitar las narraciones mitológicas de la Antigüedad. De esta forma, Tolkien consigue que el lector se canse rápidamente de la lectura mientras piensa “¿pero qué he hecho yo para merecerme este tostón?” sin que, naturalmente, nadie mínimamente versado en estas cosas pueda creerse que “eso” es mitología, dado que
2) El Silmarillion no sólo está muy mal escrito, sino que las historias carecen del más mínimo interés narrativo. Es algo así como: “Florinfë, que era un Kelar, se fue a las tierras de Surbis, que Manwë y los Ché llamaban Ordis, y allí se encontró con Lastin, la Maia de Turvë, que vivía en Massamagrell”. El lector acabará sin duda ahogado en el festival de nombres que, además, no le dicen nada, pues Tolkien no se detiene demasiado a explicarnos quién es Florinfë, ni quiénes son los Kelar, ni dónde está Surbis, y desde luego nunca sabemos a ciencia cierta a qué viene todo esto.
3) Por último, hay que decir, en descargo de Tolkien, que en realidad el Silmarillion no es una obra cerrada, sino un conjunto de textos dispersos reunido por su hijo, Christopher Tolkien, que a la muerte de J. R. R. decidió juntarlos en un solo volumen para la posteridad. Gracias a esto, la coherencia de la mitología tolkieniana estaba salvada, y de la hipoteca a 25 años de la mansión de Christopher Tolkien ya ni hablamos.
Además, una vez raspamos la voluntariosamente oscura superficie del Silmarillion (todo eso de “Tüngel el Tëngel, hijo de Tängel que vivía en Töngel, llamado Tïngil”, Ustedes ya saben), nos encontramos de nuevo con los fundamentos narrativos que ya destacáramos en otro lugar como propios de la obra de Tolkien, fundamentalmente dos:
1) Los buenos son siempre blancos y puros, y los malos, muy malos. “Yo soy malo porque el mundo me ha hecho así”, parecen gritar desesperadamente los malos mientras los buenos les dan de hostias, pues además de malos, los malos son muy malos, valga la redundancia (esto comienza a parecer El Silmarillion), esto es, que no dan una a derechas, son unos mantas que siempre fracasan ante cuatro Buenos mal contados. Si Ustedes pensaban que el Malo del Señor de los Anillos, Sauron, es un paquete incapaz de terminar con un enano (perdón, hobbit) que lleva su dichoso anillo, esperen a ver al Malo principal del Silmarillion, Morgoth, antecesor (y maestro) de Sauron en el incómodo trono de la Maldad, el chaval no hace más que recibir yoyah y acumular fracasos hasta que, por fin, desaparece.
2) Si en el Señor de los Anillos menudean los rasgos nacionalsocialistas y, sobre todo, reaccionarios (sólo los reyes son fuertes, sólo los que son puros “porque sí” serán buenos, y todos los buenos son blancos), en el Silmarillion ya ni les cuento. Nada mejor para comprobar que lo que a Tolkien no le gustaba era el derecho a la diferencia y el libre albedrío que referirnos a la Creación del Mundo que nos cuenta el maromo:
En el principio había un Superdios que decidió crear a una serie de Dioses (a secas) para que escucharan un cántico que el Superdios había ideado. Pero hete aquí que uno de los Dioses decide elaborar él mismo un cántico, ante el escándalo del respetable, pues uno que sólo es Dios ha decidido jugar a Superdios. No hace falta que les diga que el chaval que demuestra independencia de criterio y creatividad es el Malo, Morgoth, pues “ha osado introducir una nota discordante”. Morgoth se atiza continuamente con los demás Dioses y, como era de prever, pierde siempre; pero Morgoth no se conforma con que las cosas sean como diga el Superdios, sino que su afán por negarse a aceptar los dictados de un superior, su carácter rebelde y sus ansias por ser él dueño de su propio Destino le llevan a infructuosos intentos de cambiar las cosas y hacer un mundo más divertido que el tostón relatado por Tolkien, quien desde luego nunca habría estado nada contento con una Tierra Media democrática. Hay quien dice que Tolkien ideó el Señor de los Anillos y, en general, su cosmogonía, como metáfora de la II Guerra Mundial. Esto parece, a la luz de su obra, bastante posible, sólo que los Buenos no son, como es habitual, los Aliados (que en la Tierra Media corresponderían a los Malos, siempre unidos en su rebeldía), sino los nazis, que saben que son Buenos y superiores y por eso machacan Malos uno detrás de otro.
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