El problema de la vertebración del Estado en España – Santiago Muñoz Machado
Mientras España se rompe, se va al garete, es vendida en almoneda a los pérfidos catalanes como solución de compromiso a entregársela al Islam (que lleva siglos reclamándola y ahora controla a nuestro Presidente) y sus políticos afilan refrendos estatutarios, recursos al Tribunal Constitucional y presión mediática, una serie de astutos profesores están copando las librerías con obras dedicadas a reflexionar sobre la cuestión con algo más de calma. No pretenden competir con Pío Moa o Gustavo Bueno, estandartes de la literatura españolista de consumo en sus diferentes nichos de mercado (libros para arrojar a la cabeza de Ministros traidores y obras de mesita de la tele para que las visitas sepan que estás generacionalmente desubicado, respectivamente), pero a este paso, como se generalice la cosa, no podemos descartar ninguna posibilidad. Tampoco que empiece a madurar, al fin, en España, un mercado para la literatura dedicada a la reflexión cultivada. Es que desde que se casan los maricones, la verdad, uno ya no se sorprende con casi nada, por inconcebible y pecaminosos que suene.
Imagínense los efectos terribles que algo así podría provocar en el debate territorial español e incluso en la lucha esencialista-identitaria tan cara a todos nosotros. Porque en vez de tirarse los trastos a la cabeza con el 36, nuestros representantes se verían obligados por culpa de la instruida ciudadanía, no sé, a repensar en serio la estructura de España en tanto que Estado, confrontar posiciones y ver quién se llevaba el gato al agua en plan democrático. Sería un cambio notable respecto a las opacas negociaciones con las que en la actualidad se ventilan estas cuestiones, gracias a un texto constitucional que deja todo abierto y a una tradición de negociación basada en el consenso y en minimizar daños que supone un permanente debate y una constante puja por mejorar posiciones competenciales. Vamos, un asco. Y yo tendría que vender en mercadillos para turistas mis banderas autonómico-independentistas por cuatro perras.
La obra de Santiago Muñoz Machado El problema de la vertebración del Estado en España es una excelente muestra de que el peligro, si bien latente, ahí está. Es decir, de que trabajos de mérito, completos, documentados, que aúnan el esfuerzo de explicar de forma general y entendible algunas de las más habitualmente ocultas en jerga especializada claves jurídicas del asunto con el rigor intelectual, existen. Otra cosa es que el debate público los tenga demasiado en cuenta o trasciendan del mundo de los especialistas o de una pequeña minoría interesada en estas cuestiones. Uno, que es optimista con estas cuestiones, cree que la aparición de estudios como el que reseñamos es una excelente noticia precisamente porque alientan la esperanza de que su misma calidad y claridad ayude enormemente a que este proceso de construcción de una cultura nacional se realice un día. Seguro que así será. Y que hasta las masas instruidas en la Guerra Civil del 34 por Pío Moa, en el fondo, contribuirán a ello. Cierto interés, que es el comienzo de todo, ya han demostrado. Algo es algo.
Frente a las muestras de preocupación y el dramatismo que acompaña a las mismas cuando se plañe la ruptura de España, Muñoz Machado se enfrenta al análisis del problema de fondo, las carencias de vertebración de España en tanto que Estado con cierta tranquilidad. Estudia las diferentes causas que pueden haber dado origen a su debilidad estructural y cómo la afirmación de la nación española no ha logrado históricamente superarlas. Lo hace comenzando, de la mano de Ortega, desde la constatación de la existencia de ese problema de vertebración de España que, a diferencia de lo que ocurrió en el resto de grandes naciones europeas, tan agudamente se plantea y del que ya desde principios del siglo XX se ha sido plenamente consciente.
El autor trata de buscar las raíces del caso de autos, para lo cual acomete una revisión de la evolución de la cuestión nacional y de los diferentes y sucesivos (unos más exitosos que otros) intentos conducentes a la creación de un Estado unitario y centralista a lo largo de los últimos trescientos años. Pero más allá de las más habituales indagaciones esencitarias, rayanas en la poesía, se centra en el análisis de los verdaderos esfuerzos de construcción nacional y de afirmación ciudadana, en lo que podríamos llamar, afrancesadamente, chantiers publics de la nation. A fin de cuentas, todo el análisis parte de la base de que un Estado se vertebra a partir de la existencia de objetivos ciudadanos comunes, de buenas infraestructuras, de comercio justo y libre, de derechos y garantías amparados en leyes iguales para todos que sean respetadas, más que en comidas de coco alemanas, rollos fichteanos y demás salidas de tiesto propias del idealismo romántico. Es decir, justamente de todo lo que no tuvo España desde que existe como tal en tanto que Estado moderno.
Se ponga la fecha donde se ponga (sea en 1705, sea en 1802, sea en 1834), España como Estado moderno ha sido un fracaso desde sus orígenes. Y lo ha sido por la incapacidad o incompetencia de las estructuras estatales en afirmarse en la realización de todas esas tareas, en el mejor de los casos. Cuando no, en el peor, por la inexistente voluntad de acometerlas. Lo cual provoca que, en la época histórica en que los pasos del Estado constitucional han de suponer la uniformización de derechos y deberes, en España se consolidan cuando no constituyen situaciones de privilegio absolutamente excepcionales en el marco comparado. Que esos son los polvos de los que vienen los lodos actuales (desvertebración del Estado en España) es evidente: de la no formación de un estado unitario sólido cuando fue el tiempo histórico, en todas partes, de hacerlo (siglo XIX). A partir de ese momento, todo viene mal dado, pues ciertas regiones, sea por mor de tradición histórica y la aspiración a recuperar cotas de autogobierno perdidas, sea por desarrollarse industrialmente en mayor grado y desear contribuir en menor media al esfuerzo de solidaridad nacional, sea por lo que sea, el caso es que no se sienten ni integradas ni cautivadas por un proyecto nacional español que no sabe hacerse atractivo pero tampoco tiene capacidad para imponerse.
No puede ser de otra forma cuando, por lo demás, demuestra poco interés por sus ciudadanos y su mejora, por integrarlos en un proyecto de país, de nación, de mejora colectiva e individual. También esto último me parece un síntoma más de la debilidad, triste y brutal, del Estado español decimonónico. Y, la verdad, no faltan datos de todo tipo que demuestran la indigencia de los esfuerzos estructuradores de la nación española. Basta comparar las tasas, por ejemplo (testigo que a mí particularmente me gusta especialmente porque creo que es de enorme relevancia), de alfabetización a finales de siglo que Muñoz Machado comenta (las tasas de analfabetos en Alemania – 5%; Inglaterra – 5%; Francia – 17%; Italia – 50%; España – 70%). Lo dicen todo sobre los resultados de los proyectos nacionales respectivos. Así como dan bastantes pistas sobre la naturaleza e intensidad de los esfuerzos de construcción nacional realizados en cada país.
Nos pongamos como nos pongamos, la España invertebrada mítica existe. Y es consecuencia de severas deficiencias de concepción del proyecto común. No de unos nacionalismos periféricos insolidarios y mendaces. Tampoco de un Estado fortísimo y represor que ha llevado a una reacción como la que tenemos. El problema es más bien que lo que nosotros teníamos en el siglo XIX era poco más que un remedo de Estado, una estuctura con pies de plomo que servía para más o menos garantizar la seguridad y el negocio de los amos del cortijo. Y así no se va a ninguna parte. A ese proyecto tampoco se han sumado nunca con excesivo entusiasmo las elites de los nacionalismos periféricos, que, al revés, han aprovechado su escualidez para consolidar situaciones de privilegio. Lo que pasa es que ¿hasta que punto se puede criticar apurar al máximo un modelo de rapiña y diferenciación?, ¿cómo cuestionar a los que han buscado y cultivado el privilegio, a través de la historia, de la cultura o de la mitología, cuando nada hacía el Estado por igualar y nivelar sino todo lo contrario?
Se ha llegado así hasta finales del siglo XX, culminando un centenio de, por fin, intentos de mejora y regeneración. Podemos incluso incluir algunas políticas de la Restauración entre ellos. Y a la II República. Y las pretensiones de ruptura con el franquismo. Todos ellos sistemáticamente respondidos, saboteados. La historia de España es desde hace un siglo, casi prácticamente en su totalidad, la historia de la reacción. De la reacción de los privilegiados, que en el fondo lo que han boicoteado sistemáticamente ha sido, precisamente, la construcción y afianzamiento de un Estado nacional fuerte. Porque precisamente a estos caciquillos y privilegiados de toda la vida es a los que más ha interesado que España haya sido una filfa de Estado. Que sirviera para mantener el orden público, más o menos y de esa manera, pero poco más. Así se evita que un Estado fuerte dé poder y formación a los menos favorecidos, incremente la justicia y la porosidad social, potencie la meritocracia… todas las medidas en definitiva propias de un Estado que quiere avanzar y fortalecerse y aspira a crear un circulo virtuoso con sus ciudadanos. Es un ejemplo paradigmático a estos efectos la Dictadura del Caudillo y su incapacidad, ni siquiera desde el totalitarismo y la represión, de construir nada sólido. Porque España esta gente no se la toma en serio, en general, como no sea para sabotear. La mítica y fanfarria españolista que acompaña a estas posiciones tiene tanta solidez como los orígenes del vasquismo a la sombra de Jaun Zuría y se explica de forma muy semejante: conservación de rentas y privilegios envueltas en banderas nacionales.
En los ultimos años la historia de España ha sido la de la contemporización exitosa con la reacción, a base de opacidad y de apelaciones al “consenso” que han permitido una especie de democracia otorgada, con grandísimos déficits participativos, pero que ha funcionado medianamente bien. Y que gracias a la entrada en la UE ha diseñado un entramado mínimo que no tiene marcha atrás. Comparado con lo que ha sido nuestra historia reciente, es para estar contentísimos. Si nos ponemos mínimamente exigentes o empezamos a utilizar a naciones desarrolladas como término de comparación, la verdad es que no tanto.
No llega a estos extremos Santiago Muñoz Machado, que hace bien en quedarse en una exposición más informativa y menos militante. Pero profundamente ilustrativa de esa tendencia histórica, desde la II República y la creación de la mano de Azaña de un Estado integral que tratara de acomodar las peticiones, esencialmente, de los nacionalismos vasco y catalán, al actual marco constitucional tan inspirado en ese modelo.
El problema es que tampoco con la Constitución de 1978 se afronta recto y por derecho la cuestión de la vertebración de España. La Carta Magna de la democracia es hija del compromiso y de la negociación entre bastidores, muy al margen de la ciudadanía y de la honradez intelectual de plantear los términos del problema y llegar a una solución, si fuere posible. Por el contrario, la estructura territorial del Estado, como solución de compromiso, queda desconstitucionalizada en la Constitución de 1978, preterida al desarrollo que, dentro de un marco de mínimos, realicen las propias Comunidades Autónomas.
Señala acertadamente Muñoz Machado que nada de los procesos de reforma estatutaria que el siglo XXI está alumbrando (desde el fallido vasco al aprobado tras profunda reformulación para Cataluña) es ajeno a la misma lógica histórica y constitucional española. Tan normal es que las regiones con grandes aspiraciones de autogobierno intenten apurar al máximo las opciones que un texto marco ciertamente vago y poco preciso concede, como que el resto de regiones pasen a continuación a copiar los avances, apelando a la dinámica del agravio comparativo. Esto es, más o menos, lo que ocurre con el actual Estatuto catalán, más allá de algunos excesos o de que su carácter prolijo esté o no justificado por la jurisprudencia dominante del Tribunal Constitucional (generalmente expansiva respecto de las competencias estatales). Tampoco, por otro lado, ha sido presentado desde Cataluña el texto como nada de diferente naturaleza o de aspiraciones mayores a las de, justamente, apurar al máximo lo constitucionalmente posible. El nuevo Estatut es, así, extremadamente consciente del escaso margen para la asimetría que el marco constitucional concede y de los problemas de ordenación que supone el establecimiento (o la aspiración de) de relaciones bilaterales con el Estado.
Conviene por ello situar el análisis de la actual situación en su correcto contexto histórico y jurídico. Y no dramatizar en exceso lo que no es la definitiva ruptura de España sino una muestra más de los problemas que suscita el carácter abierto del Título VIII de la Constitución, tampoco particularmente dramática porque no es en el fondo el Estatuto catalán un texto en desacuerdo con los principios y contenidos que inspiran la ordenación territorial en España. Cuestión distinta, claro, es hasta qué punto, si bien asumiendo que no podrá ser ya desde la uniformidad centralista propia del siglo XIX (pero que también había dejado de ser, entrado el XX, la posible solución tanto aquí como en los países de nuestro entorno), no conviene afrontar de una vez un intento solvente de vertebrar el Estado a partir de la confluencia de intereses y de la puesta en marcha de estructuras sólidas, claras, fijas, que permitan una mejor realización y consecución de afanes, por una vez, verdaderamente comunes.
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