El Estado autonómico. Federalismo y hechos diferenciales – Eliseo Aja
Una de las razones que mejor explica la confusión que gobierna el debate sobre el Estado autonómico en España es que nadie, prácticamente nadie, se ha preocupado lo más mínimo en plantearse qué significa exactamente el Estado para-federal de las autonomías en el que vivimos.
La derecha española, en el fondo, sólo dice aceptarlo de buen grado, ahora, como mera táctica clementista para poder oponerse a cualquier reforma. Y no se lo toma en serio más que como barrera contra pretensiones autonomistas mayores, por lo que, lógicamente, toda la interpretación del mismo que hace está rebajada varios grados. La experiencia de gobierno del PP en múltiples comunidades autónomas hizo pensar que quizás las cosas habían cambiado, a la manera en que Fraga evolucionó hasta convertirse en un federalista convencido, pero los Gobiernos Ánsar-I y Ánsar-II confirmaron que la relación del PP con el Estado Autonómico seguía siendo puramente táctica: dar mientras no hay más remedio, retener y no avanzar en cuanto se puede. El Estado de las Autonomías es sólo un mal menor y hay que rebajarlo todo lo que se pueda y nos dejen, viene a ser su divisa
Si la derecha parece tener bien claro, en contra de lo que dice su discurso público que asegura amarlo, qué significa el Estado autonómico y las implicaciones federalistas del mismo (que para algo las combate sistemáticamente) el caso de los nacionalismos es diferente. O, según se mire, muy parecido. Porque, de nuevo, tampoco parecen tener mucha idea de qué es la España de las Autonomías o de qué significa tener un Estado federal. Lo demuestra el hecho de que aseguran “querer profundizar en la descentralización para lograr un Estado federal”, algo imposible porque desde Logroño no parece que tenga mucho sentido iniciar un viaje para llegar a Logroño. Y lo certifica su obsesión al afirmar que un Estado federal permite al autodeterminación de sus miembros, vieja querella entre juristas decimonónicos que fue resuelta con cierta autoridad y resonancia por la Guerra de Secesión estadounidense.
Evidentemente, entre ambos extremos y sometida a una retórica como la expuesta, la ciudadanía española tiene un nivel de conocimiento de la realidad autonómica similar al que se traduce de las posiciones en materia autonómica que clásicamente ha mantenido la izquierda en este país: tanto las posturas más jacobinas como las posiciones descentralizadoras (remedo rebajado del nacionalismo de provincias) han reflejado siempre un profundo desconocimiento de las dinámicas políticas propias de un Estado federal.
Precisamente por este motivo un libro como el de Eliseo Aja sobre El Estado Autonómico. Federalismo y hechos diferenciales debiera ser casi una Biblia para todo español maduro. Se trata de una obra que explica con notable sencillez cuáles son las bases de todo Estado federal y cómo se han implantado en España. Aporta la suficiente historia y el necesario contenido político como para entender cómo se ha llegado a la actual situación. Pero, sobre todo, realiza un esfuerzo descriptivo de las dinámicas federales que conduce a un análisis crítico de su plasmación en España y a apuntar tanto las deficiencias como las mejoras que podrían ayudar a paliarlas.
La mayor parte de las conclusiones del libro son inobjetables pero reflejan un debate que, por muy desarrollado que esté en ámbitos académicos, apenas si ha trascendido a la población. He ahí el principal mérito de una obra perfectamente capaz de instruir y entretener al gran público.
El fantasma federal ha de ser enfrentado desde, en primer término, el conocimiento de sus implicaciones. Porque es imposible que un debate medianamente serio surja si todavía a estas alturas se niega el valor y la necesidad de Debates como el celebrado recientemente (el tercero en más de 25 años de democracia) en el Senado entre los diferentes Presidentes de las Comunidades Autónomas. En un Estado prácticamente federal en todo como el nuestro es de vergüenza que sigan apenas sin existir estructuras que permitan la coordinación y la colaboración horizontal entre CCAA y entre éstas y el Gobierno de España. Podría servir para ello un Senado reformado. O cualquier otra estructura, como la recientemente impulsada por el Gobierno de Rodríguez Zapatero Conferencia de Presidentes (en medio de cierta rechifla procedente de donde siempre, pero demostrando que es el único Gobierno que sin tener necesidad parece decidido a avanzar por la senda de la construcción de un entramado institucional acorde con la realidad federal del país, con la intención de mejorar la capacidad administrativa y política para la acción pública “de buena voluntad”, por expresarlo en plan Bambi).
Podrá discutirse la conveniencia de una u otra, sus limitaciones o sus defectos. Podrán cuestionarse muchas cosas del diseño elegido. Pero lo que es evidente es que no es admisible que la única ocasión de lograr reuniones interadministrativas fuera en las Conferencias sectoriales con los representantes del Gobierno central, pidiéndoles a estos últimos que llegaran una horita tarde a la reunión, para poder tener un tiempo para debatir entre CCAA. Es evidente que un país que tiene una selección nacional de fútbol como la nuestra puede soportar episodios de esperpento incluso mayores que el relatado, pero tampoco está de más tratar de resolverlos. Máxime cuando en Europa los ven: a fin de cuentas el único lugar en que se habían venido reuniendo los Presidentes de las CCAA estos últimos años era el aeropuerto de Bruselas, al volver de las reuniones del Comité de las Regiones a la espera de sus aviones de regreso (a veces incluso también se ha usado el avión de Iberia de vuelta a Madrid, pues todos habían de trasbordar en Barajas). Es exótico, tiene el encanto de las reuniones de inmigrantes en Alemania de vuelta a casa en el tren borreguero, pero parece más razonable montar una Conferencia de Presidentes o reformar el Senado para que sirva para estas cosas que seguir haciendo de abanderados del tipismo.
Los ciudadanos hemos de ser conscientes de que el federalismo implica diversidad y que ello no supone atentados a la igualdad. Porque los ciudadanos alemanes no tienen más o menos derechos por vivir en Sajonia o en Baviera a pesar de las prufundas competencias de sus Estados federados o porque la policía en la RFA dependa en un 90% de los diferentes Länder. Que así es. Luego llevan el mismo uniforme y son imposibles de distinguir, pero así es. En España tenemos, en cambio, un federalismo de verbena que nadie se toma en serio de verdad, con unidades de la Policía Nacional disfrazadas con trajes regionales de fallera para dar imagen de autonomismo.
Un elemento esencial del Estado federal es asumir esta posibilidad de diversidad regional. Hasta sus últimas consecuencias. Pero exigiendo también lealtad federal y mecanismos de cooperación. Lo que no puede esperarse es que el mecanismo de cooperación e integración que mejor funcione sea el simple expediente de no dotar al Estado de las instituciones de cooperación necesarias, en la esperanza de que de esta forma haya que recurrir a que de todo se encargue el Estado. Porque 25 años de agravios y querellas demuestran que no es una buena vía.
Los partidos políticos debieran abandonar viejas posiciones de vocación más demagógica que explicativa (¿cómo puede entenderse que un mismo Presidente autonómico reclame a la UE que su lengua regional sea oficial y poder emplearla ante las instituciones europeas y a la vez acuse a quien hace lo propio dentro de España de querer llevar a la Nación a la ruptura?) y posicionarse claramente: porque a favor de un Estado como el autonómico no hay porqué estar. Es posible disentir. Como querer la independencia. O la vuelta a la centralización más rampante.
Pero tras la lectura de la obra que comentamos creemos que será complicado que cualquier ciudadano siga dejándose tomar el pelo respecto a las necesidades de desarrollo de un Estado federal como el nuestro si de lo que se trata, como aseguran tirios y troyanos, es justamente de defender el modelo actualmente contenido en la Constitución.
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