El escándalo político – John B. Thompson
En este libro se busca indagar sobre el porqué los escándalos políticos se convierten, cada vez en mayor medida, en un elemento central del juego político, capaz de alterar e incluso destruir carreras políticas y, en consecuencia, el devenir democrático de un país. Democrático porque, como es obvio, el escándalo es un elemento propio de las sociedades democráticas, no de las dictatoriales, donde salvo peculiares luchas de poder entre diversas facciones de una dictadura el fin del incipiente escándalo suele ser rápido y tajante: la castración, no del afectado por el escándalo, naturalmente, sino del denunciante; exactamente el mismo final que espera a los perdedores de la lucha entre facciones.
La lectura de este trabajo, a caballo entre el análisis mediático y el político (no en vano John B. Thompson es un importante teórico social en lo que respecta a la incidencia de los medios de comunicación de masas en la sociedad), resulta particularmente gratificante por el adecuado balance realizado por el autor entre el rigor científico en el análisis de las características más o menos cartesianas del escándalo y sus diversas facetas y la vívida descripción de los escándalos políticos más relevantes habidos en los últimos cien años (ya saben; Clinton y su pasión por los habanos, Nixon y los fontaneros de la Casa Blanca, la venta de armas a Irán para financiar la Contra nicaragüense en la época de Reagan y sus correspondientes escándalos en la política británica, no por desconocidos menos fascinantes). El resultado es una obra de referencia fundamental para todo aquel deseoso de salir del rincón de la historia y subir a primera división, en la línea de otros trabajos emblemáticos como la Historia de la Teoría Política de George Sabine, Teoría de la Democracia de Giovanni Sartori, Teoría de la Acción Comunicativa de Jürgen Habermas, o La Página Definitiva, todas ellas convenientemente representadas en esta web. Veamos las principales conclusiones que arroja el estudio de Thompson:
– Dos factores fundamentales juegan a favor de la sobrerrepresentación del escándalo en el juego político de las modernas democracias; en primer lugar, el exponencial aumento de la visibilidad de los dirigentes políticos ante la opinión pública, garantizado por la proliferación de medios de comunicación, y en segundo lugar, el viraje desde una valoración del político, por parte de los ciudadanos, centrada en su eficacia, a otra que se fija en mayor medida en el carácter del político, es decir, prima su valor digamos moral sobre el intelectual; a grandes rasgos, prefieren que sea un tipo simpático y honrado, una Santa Teresa de Jesús del campo político, por delante de los resultados efectivos de su gestión (sin caer en la demagogia de hacer el símil con el Presidente del Gobierno español, Joe Mary Ánsar, podemos imaginarnos los resultados de que un hombre intachable, admirado por su entereza moral y sus hábitos personales, como el delantero del MEMYUC Raúl González, ostentara la Presidencia del Gobierno; a diferencia del MEMYUC, bajaríamos de nuevo a Segunda División). Ambos factores determinan, por un lado, un interés mayor de los medios por la vida privada del político (“los personajes públicos no tienen vida privada”, gloriosa frase de Pedro J. Ramírez que tan enojosa le resultaría a lo largo de todo el luctuoso asunto del Gran Corsé Rojo), y por otro, una ciudadanía dispuesta a mezclar ambos componentes, público y privado, en su estimación de un político.
– Thompson distingue tres tipos de escándalos: el propiamente político, en el que se produce un abuso de poder (por ejemplo, el Watergate o el GAL), el político – financiero, referido a las borrosas fronteras entre el mundo político y el económico que en ocasiones pueden llevar al político a aprovechar su influencia para lucrarse (por ejemplo, el escándalo de próximo estreno en este local : “atribuciones de contratos en la reconstrucción de Irak a empresas asociadas con los halcones del Pentágono”, abreviando, el Hawkgate, o el caso Gescartera en el plano doméstico) y, por último, el escándalo sexual, que afectaría propiamente a la vida privada del político pero puede tener derivaciones políticas que incluso acarreen el fin de su carrera, no necesariamente a causa de la censura moral del público sino por las consecuencias negativas que puede tener lo que Thompson llama “transgresiones de segundo orden”, de las que a continuación hablaremos. Además, añadiríamos que los escándalos sexuales tienen un fuerte poder de fascinación para el público por lo que suponen de humillación para el poderoso y, por qué negarlo, por la portera que todos llevamos dentro y que nos hace inmiscuirnos en la vida de los demás; todos sabemos que en principio no hay nada particularmente grave en el hecho de que un político sea un sátiro, pero es muy divertido saberlo. Sirva como ejemplo este extracto del libro referido al caso Paula Jones contra Bill Clinton, finalmente desestimado por el jurado pero ¡a quién le importa lo que pueda decir un juez ante esto! “En febrero de 1994 (Paula Jones) apareció en una rueda de prensa en Washington y anunció que iba a presentar una demanda contra el presidente Clinton por haberle provocado un grave estrés emocional, haberle privado de sus derechos civiles y haber distorsionado su carácter en relación con el incidente que supuestamente había tenido lugar en el Hotel Excelsior (…) Jones alegó que había sido escoltada hasta la suite de Clinton y que una vez allí, él procedió a realizar avances sexuales no deseados por ella, incluyendo el acto de dejar caer sus pantalones, mostrar su pene erecto y pedirle que lo ‘besara’; Paula añadió que podía probar sus alegaciones debido a que la zona genital de Clinton posee unas marcas características” (2001: 210) A la vista del “grave estrés emocional” que le produjo a Paula Jones la visión del pene erecto del presidente cabría preguntarse, desde la seriedad y el rigor; ¿en qué medida dicho estrés deriva del tamaño de dicho cuerpo cavernoso? Y en caso de respuesta afirmativa, ¿por exceso o por defecto? Como ven en este ejemplo práctico, nada más interesante que ahondar en la inmundicia de los demás.
– El autor destaca que los escándalos afectan al llamado poder simbólico del político, su capacidad de influir en los demás, que deriva de su reputación. En el proceso del escándalo Thompson describe la existencia de dos esferas políticas concéntricas; en la interior se encontrarían los representantes de las diversas esferas del poder y en la exterior la ciudadanía. En una dictadura, aunque pueda ser más o menos habitual que los escándalos sean conocidos por parte de aquellos que detentan el poder, resulta insólito que, a menos a gran escala, el conjunto de la ciudadanía se percate de la existencia de dicho escándalo. De ahí la importancia singular de los medios de comunicación como denunciantes y sobre todo transmisores del escándalo a la mayoría de la población. El escándalo como tal, por tanto, empieza en el momento en el que se hace público. El escándalo es siempre un ataque al poder simbólico del político, independientemente de que sea cierto o no y de que también confluyan razones de orden legal (delitos). De la buena o mala defensa del político, así como de la reacción de la ciudadanía, dependerá que el resultado sea favorable a los intereses del político (mantener su reputación intacta, como Reagan en el Irangate), contrario (reputación dañada, como Clinton en el caso Lewinsky) o desastroso (pérdida del poder, como Nixon en el Watergate). Es preciso destacar que muchas veces el escándalo puede agravarse, o incluso adquirir una nueva dimensión, con lo que Thompson llama “transgresiones de segundo orden”, que consisten básicamente en desmentidos por parte del político que después se revelan falsos. Por ejemplo, el caso Lewinsky, que en un principio competía únicamente a la privacidad de los implicados (y era relevante en relación al caso Paula Jones y el intento del fiscal Starr de presentar a Clinton como un obseso sexual), a raíz del desmentido de Clinton (“nunca mantuve relaciones con esa mujer, la señorita Lewinsky”) y la posterior revelación de que el presidente de EE.UU. había mentido bajo juramento, estuvo a punto de convertirse en un impeachment o proceso de destitución (gracias al famoso vestido de Lewinsky empapado en semen presidencial, lo cual, si me permiten decirlo, además de irrefutable testimonio de una vulneración legal, es también un atentado estético, e incluso moral desde el punto de vista del derroche indiscriminado de la fuente de la Vida).
– En cuanto a las consecuencias del escándalo, la conclusión es ambivalente: si bien la proliferación de escándalos responde en cierta medida al carácter cada vez más frívolo de la vida política, el aumento de la visibilidad de la clase política es una garantía contra el abuso de poder; desde esta perspectiva, Thompson separa con claridad las características, motivaciones y justificación de los escándalos sexuales respecto de los políticos y político – económicos.
En resumen, un libro excelente desde todos los puntos de vista al que sólo le haríamos un reproche: los límites del campo de estudio, circunscritos al ámbito anglosajón, otorgan una importancia a los escándalos sexuales mayor de la que realmente tienen, y el hecho de que Thompson se refiera en varias ocasiones, enfáticamente, a la proliferación de escándalos como algo propio del sistema democrático, que contrasta con la ausencia de referencias a otros países y el caso llamativo de que en estos últimos no se den los escándalos sexuales, puede hacernos sospechar en ciertos momentos que los países democráticos no anglosajones son “menos democráticos”, o lo que es peor, que la masculinidad de los dirigentes políticos en países como el nuestro queda en entredicho. Y eso, hay que decirlo, es rotundamente falso. La obsesión anglosajona por el escándalo sexual deriva no de una sana admiración por sus políticos, sino de la puritana mojigatería de sus poblaciones, impotentes (en el sentido abstracto del término) ante la observación de las proezas sexuales de otros y ansiosos por, vengándose de estas exhibiciones de “poder fálico”, ocultar sus propias frustraciones sexuales. En España, sin embargo, el escándalo sexual no es tal porque la reacción de los ciudadanos no es de indignación sino de camaradería (“bien hecho, machote”), la clase de camaradería que se da entre gente sin complejos, consciente de su poderío, y feliz de comprobar que nuestros más altos representantes no le van a la zaga (máxime si se da el caso de que el primero de todos sobre el particular fuera precisamente “El Primero de los españoles”).
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