El Conde – Duque de Olivares – J.H. Elliot
Después de la monumental biografía que Gregorio Marañón edificó de Olivares en los años 30, parecía complicado que otro autor pudiera rebuscar en el personaje aportando considerables novedades a su estudio. Afortunadamente, Gran Bretaña no sólo produce submarinos nucleares para enviarlos a su colonia europea, sino también, de cuando en cuando, excelentes hispanistas que palían en buena medida los desastres que el franquismo causó en la historiografía española (aunque estamos tentados de pensar a veces que el desastre del estudio de la Historia no sólo es culpa de Franco, sino de los historiadores españoles).
Elliot se atreve con el estudio de un personaje complejo como pocos, el símbolo máximo de los validos que hacían y deshacían en la política española de los siglos XVII y XVIII mientras los reyes se dedicaban, sin solución de continuidad, a rezar e irse de juerga. Pero es preciso realizar aquí, como también hace Elliot, una distinción entre Olivares y el concepto que comúnmente se tiene del valido, en cuanto individuo aún más incompetente que el Monarca, deseoso de poder y notoriedad. Olivares era un hombre enfermo por la necesidad de poder, pero también era un político de altura con un plan muy concreto para el Imperio español: en el plano externo, continuar ostentando la preponderancia en Europa; para conseguir este objetivo, Olivares consideraba necesario realizar una reforma del Estado de los Austrias, básicamente a costa de destruir “la diversidad de sus pueblos”, es decir, que Olivares quiso imponer el centralismo mucho antes que los Borbones.
El invento le salió mal, muy mal: rebeliones en el País Vasco en los años 30 (por negarse a pagar más impuestos), en Portugal y Catalunya en 1640 (en el primer caso, una auténtica Conspiranson del duque de Braganza, en el segundo, una rebelión popular contra la presencia del ejército castellano -y sus excesos- en Catalunya que degeneró en un intento secesionista), y derrotas continuadas en Europa tras una primera fase más o menos positiva, tanto en Holanda como en la Guerra de los Treinta Años: en la guerra de Holanda, Ambrosio Spínola atizó de lo lindo a los holandeses, aunque con poca efectividad práctica, salvo en lo que respecta a la realización de cuadros por parte de Diego Velázquez, que por cierto llegó a la Corte por intercesión directa del Conde – Duque; en el largo devenir de la Guerra de los Treinta Años (ejemplo de cómo perder la hegemonía en un conflicto que en principio ni nos iba ni nos venía, más allá, naturalmente, de la religión) el Cardenal – Infante don Fernando estuvo a punto de conquistar París, pero la falta de fondos se lo impidió.
Finalmente, Olivares fue destituido por el rey Felipe IV, quien lo destierra a Toro, donde el valido muere en 1643. El fracaso de Olivares es el fracaso del conjunto del Imperio español, cuya estructura se revela cada vez más anquilosada para los múltiples desafíos a los que tenía que enfrentarse. Pero este fracaso no debe hacernos minimizar su figura histórica; podemos decir que “la idea era buena”, pero las condiciones infames. A todos los problemas que se le aparecen a Olivares hemos de añadir el gravísimo problema económico, como destaca Elliot: la evasión de capitales, particularmente plata de las Indias, y su sustitución por real de vellón de cobre cada vez de peor calidad, contribuye poderosamente a la degeneración de las finanzas del Estado y, al final, a su completa bancarrota. El Imperio español, un desastre desde su misma concepción, como ya explicaremos algún día en nuestra Histeria, acaba como sólo un español sabe hacerlo: a lo grande, con guerras internas y externas, bancarrota y, sobre todo, “laxitud moral”; esto último es lo único que preocupaba a Felipe IV, estamos seguros de ello.
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