El cine según Hitchcock – François Truffaut
Un libro tan clásico como extraño en la bibliografía sobre el séptimo arte es “El cine según Hitchcock”, de François Truffaut. Y es extraño porque muestra a un director de cine hablando con gran claridad y coherencia sobre su propia obra. Pensemos que, en el momento de producirse las entrevistas en que se basa en libro (finales de los años 60), Hitchcock aún estaba en activo, por lo que no se trata de hacer una retrospectiva autocomplaciente de una obra cerrada y finiquitada.
El libro nace de la cinefilia francesa. Lo bueno que tiene la “Nouvelle vague” es que sus integrantes –Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer y un largo etcétera- eran críticos de cine, teóricos que decidieron llevar a la práctica sus ideas. Truffaut es un gran entrevistador porque no es pedante (aquí se ve su vertiente de cronista) ni tampoco un ignorante que pregunta sin conocimiento de causa: el diálogo que se establece en “El cine según Hitchcock” es tan convincente que uno acaba el libro convencido de que la teoría de Hitchcock es la única válida para hacer películas.
Esta teoría se resume en una serie de rasgos generales que han sentado una cátedra profunda entre cinéfilos y cineastas de todo el mundo:
– Hitchcock cree que se puede jugar con el espectador, pero que no se debe engañarle nunca. Pone como ejemplo su flash-back falso de “Pánico en la escena” como un error que jamás se ha de cometer. Una cosa es dirigir al público y otra tenderle trampas. Lamentablemente, gran parte del cine de suspense de los 80 y 90, a pesar de llamarse hitchcockiano, pasa absolutamente de este supuesto. Hitchcock tenía un gran respeto por el público; la mayor parte de sus seguidores lo toman por idiota.
– Este respeto de Hitchcock por el público es tal que lo considera el elemento más importante en el proceso de comunicación cinematográfica. Sin que ello suponga una renuncia a las ideas del director, Hitchcock las pone todas al servicio del público, para que éste se sienta cómodo viendo la película: de ahí su varapalo a su film “La soga”, que consideraba ampuloso y falso por su técnica del plano único.
– Así pues, se debe establecer una comunicación directa entre director y espectador. Para ello, Hitchcock aboga por lo abstracto, vaciando de contenido la trama de la película (su formulación sobre el “Mac Guffin”, el concepto que utiliza para designar la excusa argumental de un relato), evitando disfunciones abruptas en esta comunicación (Hitchcock se muestra partidario del suspense en detrimento de la sorpresa) y en que “los actores son como ganado”, es decir, los actores son los intermediarios de esa comunicación entre público y director. De ahí que Hitchcock no soportara sugerencias de sus actores (el ejemplo de Kim Novak que quería elegir su propio vestuario) y que abominara del Actor’s Studio porque suponía un cierto grado de iniciativa por parte de los intérpretes. Las películas de Hitchcock serán, en definitiva, cada vez más abstractas, recurriendo con muchísima frecuencia al humor absurdo, a situaciones inverosímiles y a finales forzados. A Hitchcock no le preocupaban las incongruencias ni los fallos de sus guiones (los de “Vértigo” o “Con la muerte en los talones”): sólo le preocupaba que el espectador no se diera cuenta o no le importara tampoco.
Esta concepción del cine, en que el director es el comunicador absoluto, preocupado porque se cumpla la función comunicativa con el espectador, es la culminación máxima de la política del “cine de autor” postulada por André Bazin y “Cahiers du cinéma”. Hitchcock representa a la perfección la simbiosis entre arte e industria cinematográficas. Al tiempo que desarrolló toda una teoría del cine, se convirtió en uno de los hombres más poderosos de Universal. Vamos, el sueño de cualquier cahierista: dinero y prestigio. El secreto era algo que Hitchcock no ocultaba: un dominio absoluto en el producto final, conseguido por la configuración de un equipo habitual (Robert Burks, John Michael Hayes, Bernard Herrmann, James Stewart, Cary Grant) y, sobre todo, éxito en la taquilla, lo que permitía la confianza del estudio para sus próximos proyectos.
El libro de Truffaut también desvela un aspecto común en cualquier artista celoso de su obra: su carácter huraño y poco amigable. Hitchcock parece, de hecho, un tipo bastante orgulloso y, en ocasiones, desagradable. “¿Pretende Vd. hacerme trabajar para las salas de arte?” le espeta a Truffaut cuando éste le propone una solución distinta a la filmada en un plano de “Falso culpable”. O cuando dice: “¿La noche del cazador? No, no la he visto.” En resumen, un hombre capaz de la autocrítica, pero incapaz de admitir enmiendas de cualquiera, y menos de cualquier crítico francés, sabido es que los franceses no tienen una industria potente como la norteamericana. Como bien se lo hace notar Truffaut, Hitchcock se va de Inglaterra a Estados Unidos pero sólo cuando los americanos le reconocen su valía y le ofrece David O. Selznick un contrato en condiciones. Menudo era Hitchcock, como para ir pidiendo trabajo.
Opiniones para todo, incluso su crítica a los programas de enseñanza de cine en las universidades: “El peligro es que tanto los jóvenes como los menos jóvenes, con mucha frecuencia, se creen que se puede ser director sin saber dibujar un decorado o hacer un montaje”. Lo cierto es que Hitchcock era un provocador, pero, como tal, no un mero bufón, sino un transgresor incómodo, capaz de hacer de todo y de demostrar que el suspense es un mecanismo que se encuentra detrás de cada género cinematográfico. Tan pronto hacía una película protagonizada por auténticos enfermos mentales (“Vértigo”) como convertía a esos enfermos mentales en protagonistas de un juego y una reflexión sobre el montaje cinematográfico: tal es el caso de “Psicosis”, una película imitada hasta la saciedad, incluso por el grupo de los tarantinos que la cogieron de modelo para realizar “Abierto hasta el amanecer”.
“El cine según Hitchcock” provoca un montón de interesantes debates. A partir de un diálogo inteligente, se desmontan películas, mentiras y trampas. Y se descubre que el cine no es un espectáculo minoritario destinado a las salas de arte, sino una industria que tiene que generar dinero. Lo que no significa que haya que vender el alma al diablo por culpa del espectador. Esto lo supieron ver los directores europeos inteligentes (como Fassbinder, que lamentaba que Alemania no tuviera una industria similar a Hollywood). El resto, pues nada, a hacer cine español.
Compartir:
Tweet
Nadie ha dicho nada aún.
Comentarios cerrados para esta entrada.