Divertirse hasta morir – Neil Postman

Neil Postman es uno de los principales ensayistas norteamericanos dedicados al ámbito de los medios de comunicación social. Pese a ello, sus reflexiones no están fundamentadas en demostrar (por poner el caso) lo magníficamente bien que funcionan los medios de comunicación norteamericanos, ni tampoco se limita a exponer una serie de datos empíricos mínimamente comentados, ni tiene totalmente asumido que Estados Unidos es el único país que existe sobre la faz de la Tierra. Sólo lo tiene asumido en parte, y por eso, aunque sólo hable de EE.UU., da la sensación de que lo hace como mirando también a otros países, “los aliados”, y que los diagnósticos que emite respecto a la sociedad norteamericana pueden trasplantarse con relativa facilidad a los países de nuestro entorno.

La tesis de Postman es que la televisión ha cambiado radicalmente los modos de hacer política, convirtiendo el debate público de carácter político en uno más, ni siquiera el más importante, de los ingredientes de la sociedad del espectáculo. La política transmitida a través de la televisión muestra un discurso reducido a la mínima expresión, fundamentado en unas pocas ideas – fuerza que rara vez superan el tópico. El objetivo del político ya no es debatir, sino agradar en televisión, no ser riguroso sino simpático, antes carismático que honrado. El público telespectador tiene una capacidad notoriamente escasa para aguantar mensajes mínimamente densos, con lo que no puede mantener la atención en la pantalla más allá de treinta segundos seguidos, si lo que está viendo es un discurso político. Ante esta realidad, el político no tiene más remedio que reducir el nivel y pretensiones de su discurso, los partidos políticos han de buscar candidatos que den el pego en televisión, y si es necesario hacer el payaso para captar la atención del telespectador, pues el político lo hace encantado; a fin de cuentas, eso es lo que el público espera de él.

Esta tesis, como Ustedes ya habrán adivinado, no es demasiado original: decir que nuestras sociedades han caído en lo banal, que la política se ha visto reducida a un mero espectáculo de masas, y que los televidentes no están dispuestos a aguantar a un dirigente político exponiendo un discurso elaborado, no supone nada nuevo. Aquí, en Europa, ya llevábamos muchos años denunciando esta democracia impostada (de hecho, llevamos denunciándolo desde que la democracia existe), poniendo de relieve los subyacentes intereses oligopolísticos del gran capital que buscan alienar la conciencia del proletariado (con dos residencias y tres vehículos por familia, pero proletariado al fin), enojándonos ante la falta de reacción de la masa informe frente a la tiranía de una mayoría manipulada (esto es, la propia “masa informe” que debería reaccionar), etc. Sólo que Postman no ve las razones de esta decadencia en la instauración de unas superestructuras de poder capitalista, sino más bien en la aparición misma de la televisión, contemporánea en desarrollo a la sociedad del ocio, un sistema de bienestar en el que el público busca ante todo aprovechar su tiempo de ocio con la mayor desidia posible, con el menor esfuerzo físico y mental (particularmente esto último). Para esto, indudablemente, la televisión es un medio de ocio pasivo sin competencia. La televisión divierte porque no requiere esfuerzo, porque ofrece productos manufacturados de consumo rápido, ideales para el espectador que se sienta ante la pantalla. Si no fuera así, seguiría siendo televisión, pero no ya de masas ¿Por qué se creen que el cine europeo no consigue alcanzar, ni de lejos, los éxitos del americano? Pues por esto y por muchas otras cosas (entre ellas, claro, que dentro del cine europeo no hay más remedio que contabilizar el cine español).

Sin embargo, algo chirría en la denuncia de Postman, y es la inevitable comparativa del funesto presente televisivo con una auténtica Arcadia de las artes y las letras que por lo visto caracterizó a nuestras sociedades, particularmente en lo que concierne a la lucha política, antes de la llegada de la televisión. Postman nos cuenta, por ejemplo, que en el siglo XIX los debates entre Douglass y Lincoln podían prolongarse durante varios días, sucediéndose intervenciones de cada uno de los candidatos de una o dos horas, ante la atenta ciudadanía, que permanecía impertérrita en sus asientos. ¿Qué ha ocurrido ahora para que esta misma ciudadanía sea incapaz de aguantar al político más de treinta segundos? Por un lado, es cierto, la televisión nos ha malacostumbrado a ingerir supuesta información muy rápidamente, sin perder tiempo en reflexionar sobre un discurso enormemente superficial. Pero por otro lado, y esto es obviado por Postman (y por muchos otros), no estamos hablando de la misma ciudadanía. Es altamente demagógico comparar a los cien o doscientos ciudadanos que seguían en directo los debates decimonónicos con los millones que los ven a través de la televisión. Posiblemente ese público atento y cultivado siga existiendo, pero ahora, merced a esta democracia al servido del gran capital, convive con las grandes masas de ciudadanos supuestamente imbéciles a los que, por otro lado, se supone que queremos liberar de la alienación, o si no queremos, estaremos hablando de un sistema censitario enormemente restringido. ¡Vaya lío! ¿No es así? Se tiende a veces, muy alegremente, a repartir certificados de excelencia o estupidez, sobre todo cuando el repartidor se excluye de la masa de desgraciados a los que contempla con pena. Cabría preguntarse, por el contrario, si estas masas son idiotas o, sencillamente, tienen un orden de prioridades distinto, y en la cuestión que nos ocupa, deciden sus preferencias políticas, su voto, en función de otros condicionantes (la conversación cotidiana, por ejemplo), porque ellos tienen muy claro que la televisión está ahí para entretener, y por eso la ven tanto.

Por suerte para los amantes de la flagelación del público televidente, no todo está perdido. En un pequeño país en el sur de Europa llamado España se han dado fenómenos políticamente paranormales producto, sin duda, de un público distinto a los zafios televidentes europeos o norteamericanos. Durante muchos años España sufrió las legislaturas de un encantador de serpientes, un hombre tras cuya sonrisa había un discurso vacuo, superficial y manipulador, en resumen, un felipista: este hombre era Felipe González Márquez, y aunque su discurso era, repetimos, vacuo, superficial y manipulador, tenía carisma ante las cámaras, y por eso ganaba elecciones. Pero finalmente llegó el milagro, y Felipe González Márquez fue sustituido por un hombre, José María Aznar López, que, en efecto, tenía un discurso aún más vacuo, superficial y manipulador, pero a diferencia de González, ni siquiera tenía carisma. Por eso España se convertirá con el paso de los años en el principal objeto de estudio de todas las escuelas internacionales de teoría política y comunicación de masas, deseosos de aprender cómo es posible que algo como el aznarismo exista.загранпаспорт в украине ценанужен адвокат по семейным делам


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