Capítulo VIII: El oro hispano
Año 90 antes del advenimiento de nuestro Señor
Cuando los latinoamericanos se quejan del expolio a que les sometieron los conquistadores tienen razón, pero hay algunos aspectos que no tienen en cuenta. Cuando algún día lleguemos al siglo XVI se los comentaremos, pero por ahora cabe recalcar que los romanos hicieron lo mismo con nosotros, los irreductibles iberos.
Quien habla de la Península ibérica como una tierra rica, dotada de todos los recursos naturales necesarios, o está borracho o no sabe lo que dice. La península, casi toda la península, es un auténtico páramo donde la vida se hace bastante desagradable, excepción hecha de las playas de Benidorm, que al fin y al cabo están pensadas para los piratas berberiscos primero, y los turistas ingleses después. Lo único que tiene España de interesante es su riqueza mineral, ahora bien escasa pero hasta hace poco bastante abundante.
Ya les contamos al principio de nuestra Histeria la inteligente política comercial de Tartessos y sus minas de bronce; lo que no les contamos es que, un poco más arriba de Tartessos, en León y Asturias, las montañas escondían un caudal de oro inigualable que, por supuesto, los iberos nunca explotaron (eso de ser ricos es de maricones, debieron pensar). Cuando llegaron los romanos, materialistas ellos, se pusieron con ahínco a afanar todo el oro que había en las montañas; al fin y al cabo, Hispania era provincia romana, y las condiciones laborales de los iberos no contemplaban ninguna clase de convenio colectivo, así que ¿por qué no aprovecharse?
Los romanos horadaron montañas enteras en concepto de “necesidades del Imperio”, materializadas generalmente en la compra de especias en la India. Para nosotros es todo un misterio en qué ocuparon los indios el gigantesco caudal de metales preciosos que entró en sus posesiones durante centurias, quizás sus meditaciones (oohhmmmm) les llevaron a ahorrarlo todo para, algún día, tener la bomba atómica.
Los romanos, según parece, fueron muy buena gente que construyó acueductos, nos enseñó latín y permitió que una filosofía tan rica y actual como el cristianismo llegara por estos lares, pero quizá podrían haberse ahorrado el expolio. Los iberos no tuvieron una reacción inmediata, pero de las entrañas de la vieja Iberia salió un líder que pondría en apuros a Roma durante muchos años: “Sertorio”.
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