Capítulo IV: Las Guerras Púnicas
Año 219 antes del advenimiento de nuestro Señor
Más concretamente, la II Guerra Púnica, es decir, la única de la que sabemos algo interesante. Los fenicios habían creado un imperio mediterráneo que rivalizaba con Roma, cuyo centro era la ciudad de Cartago. Como todo lo relacionado con los fenicios, la fundación de Cartago es producto de un timo: cuando los navegantes fenicios llegaron a lo que después sería Cartago, el reyezuelo de la zona sólo les permitió construir su ciudad en el espacio ocupado por una piel de buey. La pérfida reina Dido (que más tarde se lanzaría a una pira, loca de amor por Eneas: más fantasía en la historia antigua) cortó la piel en finísimos trozos, que le permitieron abarcar una porción considerable de terreno para construir Cartago. La leyenda no relata por qué los nativos de la zona no apiolaron directamente a los fenicios por este engaño, pero claro, lo más probable es que fueran ellos los apiolados.
Con el paso de los siglos, los intereses comerciales de Cartago entraron en conflicto con otro imperio basado en una ciudad, Roma, y como la globalización aún no imperaba se liaron a leches unos con otros. La Segunda Guerra Púnica, que data del siglo III antes de Cristo, nos interesa porque empezó en España. A mediados del siglo III, Cartago y Roma se habían enfrentado en la I Guerra Púnica, fundamentalmente por dilucidar la posesión de Sicilia. La cosa consistió, básicamente, en que los romanos construían una flota tras otra, los cartagineses las hundían, y paralelamente a lo anterior los romanos desembarcaban tropas en Sicilia con los pocos barcos que les quedaban y se dedicaban a repartir yoyah en cantidades insólitas y apologéticas, por momentos aquello parecía una Operación Humanitaria con todas las de la ley.
Al final los romanos aprendieron de sus errores navales, tras arrasar unos cuantos miles de hectáreas de bosques, y el Senado cartaginés, hastiado del pastón que se estaba gastando en la guerra, solicitó la paz. Y solicitar la paz con Roma no era ninguna tontería. Si solicitabas la paz, los romanos te miraban con cara de “vaya pedazo de metrosexual-gay que eres” y te trataban como Hitler a los judíos, como Luis Aragonés al Más Listo de la Clase, como Telefónica a sus consumidores / cautivos en la década de los ochenta: como a una piltrafa, vaya. Así que Roma no sólo impuso una sanción económica que haría las delicias de la Comisión Europea, sino que se quedó con Sicilia y ya de paso, también con Cerdeña y Córcega.
Ya les indicamos en el capítulo anterior que los fenicios vencieron a los griegos en sus guerras coloniales. Producto de las mismas, Cartago se haría el amo de la costa mediterránea peninsular. Así que, ante el decrépito estado de las finanzas, Cartago se volcó en las únicas colonias dignas de tal nombre que le quedaban: Hispania. Fundaron algunas ciudades, la más importante de las cuales, en un alarde de originalidad, llamaron Cartago-Nova (Cartagena, desde sus inicios, como ven, una base naval), y empezaron a tocar las narices al Senado romano (a los romanos todo lo que pasaba de Asia Menor les tocaba las narices; ellos también creían en su “destino manifiesto”).
En realidad, la empresa cartaginesa en España fue casi un proyecto personal de Amílcar Barca, general cartaginés que se había distinguido en la lucha contra los romanos en Sicilia (el único que logró ponerlos en dificultades, de hecho). Amílcar, indignadísimo por una paz tan metrosexual como la firmada por los taimados comerciantes cartagineses, les miró en plan “pero hay que ver lo maricones-gays que sois”, como ya hicieran los romanos, y mientras estos hojeaban sus ejemplares del equivalente de Telva de la época y se atusaban sus largos y sedosos cabellos, Amílcar, hastiado de tanta ignominia, tomó la decisión de irse con sus dos hijos a Hispania.
Allí montó una especie de empresa familiar, un honrado negocio en la costa peninsular. Como entonces aún no se podían recalificar terrenos, Amílcar optó por explotar las ricas minas de oro y plata que antaño pertenecieran a Tartessos, mientras soltaba yoyah a fin de hacerse con esclavillos para las minas y, de paso, duros soldados iberos que le permitieran montar otro show contra Roma. Porque, ocioso es decirlo, Amílcar odiaba a Roma con suma vehemencia, y no perdió el tiempo para comunicársela a sus hijos, Asdrúbal y Aníbal, a los que, con un brillo desquiciado en sus ojos que no hemos visto ni siquiera en los periodistas deportivos cuando hablan del Real Madrid, les obligó a jurar que buscarían por todos los medios la destrucción de Roma.
Diez años después de la muerte de Amílcar (229 ac), y gracias al peazo ejército reciamente ibero montado por su padre, Aníbal decide provocar la guerra con los romanos. El punto culminante de la disputa llegó con la conquista, a sangre y fuego, de la ciudad ibera de Saguntum, aliada de Roma, por parte de los cartagineses. Valientemente, los saguntinos prefirieron morir en una pira de fuego antes que entregar la ciudad, lo cual demuestra que no hay nada nuevo bajo el sol, y que la productividad de la filosofía y el pensamiento españoles viene de muy atrás. Por supuesto, los saguntinos murieron porque Roma no hizo nada de nada, pero le declaró a continuación la guerra a Cartago.
A partir de entonces, comienza una épica guerra entre los cartagineses, liderados por Aníbal, y el Senado romano, que culminó con la llegada de Aníbal a las puertas de Roma tras cruzar los Alpes con sus elefantes y 30.000 soldados (muchos de ellos mercenarios iberos) y su posterior derrota a las puertas de Cartago (cuestiones estas que les contaremos cuando lleguemos al momento histórico correspondiente en nuestra Historia del Resto del Mundo, es decir, dentro de un par de semanitas, sin que importe mucho cuándo lea Usted esto: lo lea cuando lo lea, siempre quedarán un par de semanitas). Aníbal se suicida (“liberemos a los romanos de sus preocupaciones”, dijo el tío cuando el rey que le había acogido le confesó que estaba obligado a entregarle a Roma, aunque posiblemente la Historia haya suavizado la auténtica frase de Aníbal, como tantas veces) y los romanos quedan como única potencia comercial en el Mediterráneo Occidental, dispuestos ya a expoliar nuestra rica Península.
¿Qué por qué les he contado este rollo?, se preguntarán. Pues para que sean conscientes de que nosotros, los iberos, pasábamos bastante de las luchas entre imperios extranjeros, salvo para integrarnos, previo pago, en sus ejércitos en calidad de mercenarios pata negra (o, qué caray, sin cobrar, por amor al arte de repartir yoyah, matar y saquear). Pero cuando Roma empezó a molestarnos reaccionamos como sólo un ibero sabe hacerlo (con dos cojones), algo que descubrirán en nuestro siguiente capítulo, “Numancia” (que no tiene nada que ver con el equipo soriano que juega en Los Pajaritos).
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