Breve historia de Bizancio – John Julius Norwich
El Imperio Bizantino ha sido históricamente ignorado y despreciado por los historiadores. La historia de Bizancio se resume en la de una constante decadencia material y espiritual de los bizantinos frente a sus enemigos, combinada por una obscena pasión por las discusiones teológicas, las cuales debilitaban aún más la vitalidad del Imperio. En el imaginario colectivo se compara a Roma, la triunfante, la esplendorosa, la “Real Madrid”, con Bizancio, el Imperio fracasado, el único Imperio que por lo patético de su decadencia y por su integrismo es comparable al español.
Este libro, sin embargo, permite superar la ignorancia y desprecio que todos pudiéramos sentir por Bizancio para sustituirlos por una curiosa sensación de asombro, dada su larguísima supervivencia frente a innumerables enemigos, y lástima por su lamentable final. En realidad, viene a pasar lo que le ocurre a cualquiera que se acerca al estudio de la Historia de España: el cúmulo de desgracias, la caída desde lo más alto, es tal, que uno acaba sintiendo pena (probablemente por esa razón, entre otras, proliferen tanto los hispanistas).
Con la salvedad de una pésima edición, plagada de erratas incomprensibles, el libro es fascinante. Un tanto lioso (tengan en cuenta que a lo largo de 1.100 años de Imperio Norwich nos habla en apenas 400 páginas de nada menos que 88 emperadores, cada uno acompañado de emperatriz, emperatriz de segundas nupcias, amante, eunuco que ejerce de consejero real, un par de generales ambiciosillos que acaban asesinando al emperador o muriendo entre horribles torturas y unos cuantos Patriarcas de Constantinopla pesaos, siempre dando el coñazo con la Teología), pero narrado con vigor y con bastante socarronería por el autor, que hace gala del típico humor inglés desde el principio, cuando cita a un autor del XIX muy crítico con Bizancio “La historia de dicho Imperio es una relación monótona de intrigas de sacerdotes, eunucos y mujeres, de envenenamientos, conspiraciones, ingratitudes y fraticidios continuos”, para a continuación preguntarse si un balance así no nos hace pesar que “la historia de Bizancio parezca más que monótona sin duda entretenida”.
Probablemente el Imperio Bizantino sea un incomprendido por los historiadores, y probablemente se deba a su condición, no de enemigo firme de la Cristiandad (como podrían ser los árabes), sino de algo mucho peor: de ambiguo, de compañero de viaje, que no sólo no condenaba el terrorismo ni el separatismo, sino que osaba no estar de acuerdo con ciertos dogmas papales y no manifestaba el menor entusiasmo por explosiones de fe pura como las Cruzadas, de las que a continuación hablaremos.
Sería imposible resumir aquí adecuadamente las vicisitudes del Imperio Bizantino a lo largo de su larga historia (a menos que escriba una reseña de 50 páginas, algo que no deseo yo, ni el autor, ni, sin duda alguna, Ustedes), así que me permitirán que haga una somera revisión de algunos aspectos clave:
– La continuidad de Roma: Bizancio logra sobrevivir a la Época Oscura, las oleadas de invasiones bárbaras que destruyen el Imperio Romano de Occidente y devuelven la mayor parte de Europa a la prehistoria. A partir de ahí, Bizancio es depositario de un gigantesco legado cultural, y principal responsable de que la mayoría de las realizaciones de la época romana no se pierdan para siempre.
– La religión: parte de ese legado es el del cristianismo, uno de los cánceres que acabaron con el Imperio y que, aunque consiguiera debilitar Bizancio, no lo destruyó. La religión se convierte en la base del Imperio, en la principal justificación de su existencia (sobrevivir para que la Religión sobreviva), y en el principal asunto de debate público. Así, a lo largo de mil años aparecerán cientos de fascinantes sectas que se mataban con entusiasmo por cuestiones vitales como si el Señor era Uno o Trino, o si, siendo Trino, era de igual condición en sus tres componentes, y cosas por el estilo. Estos serios problemas provocaron sucesivas matanzas de unos y otros dentro y fuera del Imperio cada cierto tiempo, y acabaron causando el cisma con Roma en el año 1054. En los últimos años del Imperio se intentó la unidad, y de hecho se consiguió en apariencia (según dice Norwich, “aceptaron que la fórmula latina según la cual el Espíritu Santo procedía del Padre y del Hijo significaba lo mismo que la recién aceptada fórmula griega por la cual procedía del Padre a través del Hijo. Una vez resuelto el tema del Filioque, el resto de los asuntos importantes se solucionaron enseguida”; ya les dije que el autor es un cachondo), pero entonces ya era tarde.
– El refinamiento: no cabe extrañar que una civilización como la bizantina, depositaria de una sólida tradición cultural y profundamente devota, alcanzara las más altas cotas del refinamiento en aquello a lo que, a la hora de la verdad, se dedicaban con mayor ahínco: la violencia en todas sus formas. Bizancio hizo de la tortura un arte, al tiempo que una bella tradición. Los emperadores depuestos eran sistemáticamente cegados, asesinados de las más horribles formas y, aún peor, confinados en monasterios. Me viene a la memoria ahora el caso de Justiniano (no “el importante”, sino otro de fines del siglo VII), que fue destronado por una sublevación y al que le cortaron la nariz, pues se decía que el Emperador, para serlo, no podía tener ninguna imperfección, y el tío, con un par, se fabrica una nariz de oro macizo, vuelve a Constantinopla y se carga a los traidores, a los amigos de los traidores, a los familiares de los traidores, y a unos cuantos que le habían mirado mal, ahorcándolos a casi todos en paralelo a lo largo de las murallas de Constantinopla (seis kilómetros).
– Los enemigos: Bizancio fue siempre “la defensa de Europa”, y en ese sentido es impagable lo que todos los reinos occidentales le debían, conteniendo las acometidas de los pueblos bárbaros y el imperio persa, primero, y más bárbaros y los musulmanes, después. A lo largo de su historia, Bizancio se enfrentó a búlgaros, magiares, ávaros, vándalos, lombardos, ostrogodos, normandos, y todos los pueblos de nombre raro y como salvaje que se puedan imaginar, y además le tocó atizarse con los persas, los árabes, los turcos y, por supuesto, los propios cristianos. En estas condiciones, lo sorprendente no fue su amplia decadencia, sino que lograra alargarla tanto y sobrevivir hasta 1453 (gracias en buena medida a la solidez de las murallas de Constantinopla, sólo horadaras por los cañones turcos), en ocasiones por pura suerte (las invasiones mongolas de Gengis Khan y el Gran Tamerlán, que soltaban unas yoyah que ni Cal.loh y afectaron gravemente a los musulmanes y a los turcos, respectivamente).
– Las Cruzadas: una de las muchas cuestiones que clarifica el libro es la de las Cruzadas. Aunque hoy en día a ningún historiador que no esté harto de vino se le ocurre defender aquello de la “honda espiritualidad” de las Cruzadas, lo cierto es que sigue perviviendo cierta visión romántica de las mismas, como diciendo “qué huevos tenían, irse hasta los confines del mundo por su Fe”. Pues nada de eso, señores. Las Cruzadas no eran sino bandas de delincuentes de los más diversos países que se dedicaban al pillaje y a la violación de todo lo que se les ponía por delante en su camino hacia la Ciudad Santa (y de cuando lograron entrar en la Ciudad Santa ni hablemos; aquello parecía por momentos una Acción Humanitaria, pero sin bombardeos de precisión), y que aprovechaban la coyuntura para chupar del emperador bizantino todo lo que podían con la excusa de que iban a enfrentarse a los malvados musulmanes. La cosa llegó al paroxismo en la Cuarta Cruzada (1204), en la que un ejército combinado de venecianos y franceses logró entrar por sorpresa en Constantinopla, destruyó todo lo que encontraba a su paso y colocó a un emperador títere cuyo linaje duró más de cincuenta años. A partir de ese momento, la suerte de Constantinopla estaba echada, máxime cuando un siglo después los almogávares, de los que ya hablaremos próximamente en nuestra Histeria de España, se pasaron un año destruyéndolo todo (la “Venganza Catalana”) en una demostración práctica de que por muy crueles que fueran los bizantinos aún les quedaba mucho que aprender de los maestros en la materia.
Al final Constantinopla cayó ante la indiferencia de los reyes cristianos, que le habían dado muchas palmaditas en la espalda a los últimos emperadores bizantinos, pero nada de ayuda efectiva ante la amenaza turca, que ya había reducido el Imperio a la mínima expresión y había destruido varios reinos cristianos, como Bulgaria, o el reino serbio, que desaparecería tras la batalla de Kosovo de 1389 (imagínense la de trabajo que tuvieron que hacer los serbios más de seiscientos años después para tratar de devolver la región a su estado anterior a la llegada de los turcos).
Cuando Constantinopla se convirtió en capital del imperio otomano y el sultán continuó avanzando por Europa fue cuando todos comenzaron a ser conscientes del verdadero calibre de la amenaza turca (imagínense las alternativas, o morir en batalla contra los turcos, o morir en el pillaje posterior, o lo peor de todo, pasar el resto de tu vida en una prisión turca, o sea, todos los días sufriendo el pillaje de los metrosexuales del sultán); y menos mal que por entonces el Imperio más similar a Bizancio en sus fundamentos ideológicos y en su largo declinar, el español, estaba en sus inicios y se encargaría de poner a los turcos en su sitio, que si Constantinopla llega a caer ante los árabes siglos antes aquí nos dedicaríamos todos a estudiar aeronáutica para lanzarnos en avión sobre la Gran Muralla china.
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