Auge y caída de las grandes potencias – Paul Kennedy
De entre los muy diversos aspectos en los que el aficionado a la historia puede focalizar sus obsesiones (el Alzamiento; el franquismo; los 40 años de paz; la figura del Generalísimo; Rocío Jurado), pocos tan fascinantes como la historia de los imperios que la han conformado. Aunque la civilización comenzó en las ciudades y se desarrolló también en éstas, son los grandes imperios los que permiten ampliar el grado de complejidad social imprescindible para consolidar los productos de la civilización; son también los imperios quienes exceden el ámbito inherentemente pueblerino que, incluso en las mejores familias, aqueja a la polis; y son los imperios, en fin, quienes periódicamente se suceden unos a otros en la adquisición y difícil gestión posterior de la supremacía. Partiendo de la tribu (como los babilonios o los persas), de la ciudad – Estado (Atenas, Cartago, Roma y después Constantinopla, …) o, en tiempos más recientes, del Estado-nación (España, Francia, Gran Bretaña, los EE.UU., Rusia), los imperios adquieren rasgos más o menos comunes entre sí, pero también profundas diferencias, derivadas ante todo de las condiciones en las que se explica su génesis y de los objetivos que justifican y articulan el Imperio. Así, tenemos Imperios de base religiosa (el español, desde los Reyes Católicos hasta el Imperio hacia la Cruz del Sur del Caudillo), comercial (el Imperio Británico), étnica (los sucesivos intentos de elaborar un Imperio alemán) y, siempre, con base en el reparto de yoyah, ¿sabeh?
El libro que traemos a colación es ya un clásico de la historia contemporánea y, desde luego, referencia inexcusable en la materia. Con la ayuda de las observaciones de Paul Kennedy combinadas con la práctica adquirida en horas y horas de testeo del Civilization y similares, Usted podrá hacerse con el liderazgo de su comunidad de vecinos, el usufructo del mando a distancia e incluso, no lo descarte en absoluto, tal vez moje alguna vez en el antro que frecuente intentando aplicar los principios de nuestro cursillo.
Prodigio de erudición y capacidad de manejo de los datos, Kennedy recorre la historia de los imperios desde el descubrimiento de América hasta el final de la Guerra Fría, aportando consideraciones de todos los órdenes que explican no sólo los motivos por los que un imperio adquiere la condición de tal, sino sobre todo las razones de su imparable decadencia (Viagra, Cialis, o lo que quiera que algunos de Ustedes consuman, mediante). Dichas razones son muy variadas, claro está, como lo es la base en la que cada Imperio fundamenta su fuerza. Pero casi siempre puede apreciarse un movimiento de flujo y reflujo de lógica impecable, casi imposible de eludir, y que conduce a los imperios a su final: Imperios que se forjan aprovechando una determinada coyuntura, un afán expansivo derivado de múltiples factores, o la decadencia de anteriores imperios, no son capaces de refrenar sus ímpetus en el apogeo, lo cual provoca una expansión siempre excesiva y onerosa para la metrópoli en cuanto comienza la decadencia: los compromisos son excesivos, la situación cambia, el mantenimiento del Imperio se come el presupuesto talmente como si Usted se hubiera comprado una solución habitacional, y normalmente la cosa acaba con una esclerosis agostada e incluso diríase por momentos que ajada también. Los Imperios, como las cucarachas, como la canción del verano, como España tal y como la conocemos, nacen, crecen, se reproducen y mueren.
Tomemos el caso del Imperio español, por ejemplo. Este se forjó aprovechando las energías sobrantes de repartir yoyah durante ocho siglos de Reconquista; de una política matrimonial extraordinariamente fructífera en la adquisición de territorios y de los réditos derivados del descubrimiento y colonización de América, además, claro está, de la pujanza económica y social de la parte más fuerte y núcleo del Imperio, el Reino de Castilla. Pero la creación de este Imperio obligó a España a derrochar energías en guerras de religión contra la herejía protestante; en guerras de religión contra el turco; en guerras por la supremacía contra Francia, el país más poblado de Europa por aquel entonces; en guerras eminentemente antiespañolas que condujeron a la secesión de las Provincias Unidas, primero, y que casi provocan la de las partes restantes del Imperio más adelante. Además, Castilla no sólo se desangró económicamente para sufragar estas guerras, sino que perdió su fuerza de trabajo, su competitividad, de resultas del oro de América y la emigración al Nuevo Mundo. Las alturas del Imperio también generaron un comportamiento social parasitario, en el que el trabajo no era una virtud, sino una ofensa (y conviene decir que había parte de razón en esta forma de ver las cosas).
España se ve obligada a mantener un Imperio aberrante, con intereses en media Europa y en medio mundo. A mantener una enorme flota, y un enorme ejército. Un alucinante sistema de fortificaciones (“El camino español”) desde los Pirineos hasta Flandes, bordeando toda Francia. No puede retirarse de ningún sitio por cuestiones de prestigio / defensa de la religión (base ideológica del Imperio) y, claro, por cuestiones económicas (la dependencia del comercio castellano con Flandes y la riqueza de las ciudades flamencas). De la noche a la mañana, el Imperio, forjado de manera casi increíble (recuerden la conquista de México, por ejemplo), acaba desembocando en un larguísimo proceso de decadencia al final del cual España es lo más parecido a las gradas de una finalísima Móstoles – Gramanet de la Copa de la Liga.
La parte final del libro, y también la más extensa, es también, paradójicamente, la más interesante. Paradójicamente porque se supone que un libro publicado a mediados de los ochenta, que dedica cientos y cientos de páginas a analizar un sistema de grandes potencias basado en el antagonismo entre dos modelos, el capitalista y el comunista, no tiene mucho sentido a la luz de los acontecimientos posteriores. Pero, bien al contrario, es esta la parte donde el análisis se antoja más depurado, y, dado el momento en el que se escribió, más profético.
Diríase que Kennedy profetiza lo evidente (el posible derrumbe de la U.R.S.S.), en plan cualquiera de Ustedes apostando por el rival de España en cuartos de final, pero en 1987, sin muro de Berlín, con la perestroika en mantillas, esto no era en modo alguno evidente. A fin de cuentas, la U.R.S.S. había superado en lo importante (ojivas nucleares) a EE.UU. ya a finales de los 60, y la crisis del petróleo de los 70 supuso un importante toque de atención para las economías occidentales. Sin embargo, ya entonces podía apreciarse un claro signo de ralentización de la Unión Soviética, en los cuadros profesionales, en la producción industrial y en su capacidad para postularse como alternativa al capitalismo; al menos, en el mundo desarrollado.
Más allá de sus insuficiencias en producción industrial, renta per cápita, o capacidad de sugestión para exportar su modelo al exterior (sin hacer uso de los tanques, en plan Hungría 1956 y tantas otras ocasiones), lo cierto es que la U.R.S.S. había entrado en una especie de círculo vicioso irresoluble, consistente en lo siguiente: al sentirse amenazada, la U.R.S.S. se dedicó desde un principio a la acumulación armamentística (convencional y nuclear) y la defensa de sus fronteras, lo que a su vez obligaba a sus antagonistas a reforzarse militarmente en pro de la seguridad; lo cual, de nuevo, aceleraba el proceso. La clásica estrategia que desembocaría en la DMA (Destrucción Mutua Asegurada, como en el binomio “Zapatero” y “España”), pero que en el camino provocaba una presión presupuestaria cada vez mayor en los gastos de defensa, porque no sólo se trataba de construir más armas, sino de construir armas cada vez más caras por efecto del desarrollo tecnológico (que haría proferir a un funcionario del Pentágono algo así como “en 2020, todo el presupuesto de Defensa de los EE.UU. tendrá que destinarse a la construcción de un único caza de combate”).
Y como era precisamente en desarrollo tecnológico donde la U.R.S.S. se estaba viniendo abajo más deprisa, el sistema sencillamente llegó a un grado de descomposición tal que no quedó otra salida que desmantelarlo (y, por suerte, de forma razonablemente incruenta). Con lo cual, y en un alarde de generosidad, venga, un momento “Libertad Digital”: Reagan acabó con el comunismo (lo cual, en realidad, no es cierto, pero oigan, es que se trataba de un momento “Libertad Digital”, “los agujeros negros del Kremlin”, ya saben).
También acierta Kennedy en su negativo análisis del modelo europeo o la CE como “gran potencia”, por las mismas causas que ahora (aberrante desunión en lo militar, más comprensible, pero ineficaz también, en lo político, y pujanza económica que no se traduce en el influjo correspondiente en el exterior), así como en la relativa decadencia de los EE.UU., pero sin que ésta implique la pérdida de la supremacía. Yerra en sus alabanzas a Japón (aunque recuerden que en los felices 80 los japoneses lo compraban absolutamente todo, y el hombre, al vérselas venir, pues cerraría los ojos a lo decrépito de los fundamentos internos de esa especie de omertá que es Japón). Y, sobre todo, acierta en el potencial de China en los próximos veinte – treinta años (a contar a partir de los años 80).
Particularmente llamativo resulta el análisis de China, porque se efectúa en unos momentos en que su espectacular crecimiento y las reformas de Deng Xiao-Ping (o como se escriba), subsanadoras de la desquiciada gestión maoísta, que harían posible el crecimiento, acababan de comenzar. Y además, es un análisis que también hace hincapié (aunque este no sea un momento “Libertad Digital”, lo siento) en la enorme trascendencia de la ruptura de China con la U.R.S.S. y el posterior acercamiento de los EE.UU. a aquélla. Porque esto convirtió a la U.R.S.S. en un gigante cercado por todas partes, amenazado por una guerra en dos frentes (contra Occidente y contra China), o por dos posibles focos de conflicto.
Y esto, en un contexto de histerismo soviético por superar a los EE.UU. en la producción armamentística, supuso aumentar más si cabe la incidencia de la defensa en el presupuesto (para defender la larguísima frontera sur de la Unión Soviética con China), aumentar su aislamiento y, además, perturbar a los aliados ideológicos de la U.R.S.S. en Occidente (que, como en los tiempos en que a Trotsky aún no le habían clavado un piolet en la cabeza, ahora podían elegir entre el marxismo-leninismo y el maoísmo; y cuando comprobaron que con ambos era posible colocarse en la Administración Pública, así como que en determinadas situaciones el maoísmo era más eficaz para mojar –como en Francia en los años 70, por ejemplo-, acababan saliendo engendros como el eurocomunismo).
En resumen, estamos ante un libro imprescindible, de esos que “hay que leer”. Y como tantos otros, una vez más, LPD y sus resúmenes de andar por casa les evita el farragoso placer de leerlo.
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