Ácido sulfúrico – Amélie Nothomb
VL: De la denuncia a la ocurrencia
Título: Ácido sulfúrico
Autor: Amélie Nothomb
Categoría: Ocurrencia-denuncia
Siglo: XXI
Comentario
En La Página Definitiva hemos sido criticados en ocasiones por limitarnos a recensionar obras lamentables y demostrar con ello vocación por la destrucción pero incapacidad para reconocer la belleza o lo sublime tal que si fuéramos políticos españoles o comentaristas deportivos. Llegó un momento en que, abrumados por la evidencia de que nuestro modo de hacer nos podía llevar a disputar la Secretaría General del Partido Popular al mismísimo Ángel Acebes, optamos por comentar libros que nos gustaran. De vez en cuando y, a ser posible, sin exagerar demasiado. No vaya a ser que alguien piense que somos unos paletillos de tres al cuarto que leemos algo y nos gusta y todo, como consecuencia de lo cual Juan Manuel de Prada nos retiraría el carnet del Círculo de críticos con labio deformado por el abuso del mohín de altivo discurso.
Esta política editorial ha condenado a la invisibilidad a obras de la literatura universal que no por dejar de ser infames o maravillosas sino moverse en la cómoda y plácida uniformidad insulsa propia de los estertores artísticos en que convulsiona desde hace un par de décadas el género novelístico merecían necesariamente tal trato. Constatado que, además, Michel Houellebecq tiene ya dos obras comentadas en esta página, es una obligación editorial hacer referencia a quien es vista por feministas ansiosas de reconocimiento a la labor creadora de la mujer y hombres con afinidades nihilistas por su igual en las modernas letras francesas: la belga Amélie Nothomb (esto, aunque lo parezca, no es una contradicción, pues mientras venda ejemplares y apariencia de malditismo la chica formará parte de la literatura francesa, al igual que Mary Pierce puede ser, según gane un Grand Slam o se vea afectada por sospechas de doping, respectivamente, “la franco-franciliènne” o la “canadiense” Mary Pierce cuando no, directamente, la “americana” Mary Pierce).
Nothomb escribe libros eficientemente entretenidos, cortos, que se deleitan lo justo en el relato y, además, lo hace con prosa sencilla que permite que incluso un español no muy leído se enfrente a la edición en la lengua original y no detecte grandes diferencias respecto al esfuerzo cognitivo que le produce comprender lo allí escrito en comparación con el realizado para asimilar el presunto castellano de Umbral o, sin ir más lejos, la retórica vacía de esta misma página. En plan Woody Allen, saca una obrita cada año, para mantener al público entretenido con el “proyecto de invierno 2003 de Amélie Nothomb” y poder ir de gira por los programas de Canal Plus y demás escaparates de nuestros días cada doce meses. Sorprendentemente, el cine de arte y ensayo francés todavía no ha adaptado cinematográficamente ninguna de sus novelas, a pesar de que Luc Besson podría hacer maravillas poniendo a su novia-tía-buena de protagonista y alter ego de la escritora.
De alguna manera u otra, Nothomb juega siempre con el equívoco de que en las novelas hay algo de ella y de su vida. Pretende así hacernos creer que, más allá de hacer pasar el rato, nos cuenta algo sobre la vida y la humanidad. Viene a ser como cuando Mercedes Milà piensa que por ir ella a preguntar inquisitivamente a los responsables malignos de los sucesos que investiga en sus reportajes currados de periodismo serio de calidad la cosa mejora y toma más cuerpo.
Evidentemente, no tiene porqué ser así. Aunque, cuando hay algo de verdad en ese fondo, la cosa mejora. Las mejores obras de Nothomb son, por ello, las que han reflejado más claramente momentos de verdad literaria a partir de la teatralización de la realidad por ella conocida: desde las dificultades experimentadas por una occidental para encajar en el mundo laboral propio de una empresa japonesa (Estupor y…) a sus teorizaciones ficcionadas respecto de la esencia de la literatura o la novelización de la esquizo-psique del escritor (Higiene del asesino). Los problemas aparecen cuando la base de la sugestiva manera de narrar el mundo de Nothomb tienen su origen no en una deformación de pautas sociales o de vivencias psicotrópicas reales sino, directamente, en el español arte de la ocurrencia. En ese momento, toda la obra de Nothomb pierde pie con rapidez y se queda en una mera iteración de artificios y extravagancias que, pretendidamente, “han de hacer pensar”. En tan pretenciosamente vacua propuesta radica el problema esencial de gran parte de la producción literaria de Amélie Nothomb.
Su última obra, Ácido sulfúrico, es buena muestra de la deriva señalada. En este caso la ocurrencia es aparentemente muy transgresora aunque paradójicamente de escasa originalidad: un reality-show decide montar un Gran Hermano a lo bestia, como si de un verdadero campo de concentración se tratara, lo cual es aceptado por una sociedad tan podrida que su única reacción es presenciar apasionadamente el espectáculo. Como la única función del campo de concentración (KZL) es aniquilar poco a poco a sus inquilinos (seleccionados aleatoriamente) bajo el control y vigilancia de los kapos (elegidos aparentemente sin mayores preocupaciones que las que se derivan de todo buen casting), parece que la cosa se asemeja más a un campo de exterminio (VL) y que el reality acabará sólo cuando no quede nadie a quien asesinar en directo. La novela relata el proceso de redención de una kapo gracias a la gracia y belleza interior de una de las reclusas.
Más allá del infructuoso intento de lograr una reflexión sobre el comportamiento humano en tales circunstancias, que incluso entra de lleno en el terreno de la falta de respeto a la memoria y sobre todo a la obra de quienes, como por ejemplo entre los españoles Jorge Semprún, han dignificado literaria y estéticamente el relato de la corporeización del mal, la ocurrencia de Nothomb es simplemente, en esta ocasión, fallida. Cualquier foro de internet o cualquier asociación de padres y madres de televidentes católicos ha parido reflexiones de fondo que equivalen plenamente al núcleo central de la nothombada 2005. Ya sabemos que la tele es mala y embrutece, que sólo la bondad interior de las personas puede redimirnos, que el nivel de envilecimiento de nuestros congéneres es cada día mayor y que ya nada ni ninguna infamia sorprende. Lo único que pedimos es que esté contado con gracia.
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