Problemillas para el trío de las Azores
En una fotografía que dio la vuelta al mundo, George W. Bush y Tony Blair, con Joe Mary Ánsar en funciones de ayuda de cámara, pretendieron sentar en una base militar estadounidense radicada en las Azores lo que iba a ser la nueva realidad internacional del siglo XXI: la Superpotencia y su tradicional vicario ya sólo necesitaban del concurso de una serie de naciones sin dignidad (representadas por España) para arreglar y disciplinar el mundo. Y así fue.
Otra cosa es que el apasionante entretenimiento de matar moros, derrocar gobiernos y montar Estados-títere, que tan emocionante resulta para los estadistas de verdadero relieve, sea entendido en sus justos términos por la ciudadanía. El ser humano medio, despreciablemente mediocre, suele tener intereses y aspiraciones cuya escasa altura le hacen insensible a la belleza de acciones como la Operación Humanitaria Conjunta. Lamentablemente, estos sujetos son también (cada x años) electores, por lo que antes de meterse en ellas conviene contar, cuando menos, con su aquiescencia o no excesiva hostilidad. ¿Cómo se lo montó para ello el Trío de las Azores?
En lo que hace a George W. Bush, éste abundó en un clásico mensaje a su nación. El Presidente de los Estados Unidos de América es emanación de los valores que han construido ese país y, por lo tanto, desarrolla con probidad y valentía la misión que en tanto depositario de la confianza de los ciudadanos ha de acometer: proteger América. Irak era un peligro para América y sus gentes porque, más allá de sus conexiones con Al Qaeda, con el terrorismo internacional o con los ataques cometidos con cepas de carbunco, representaba a unas gentes que, en plan fundamentalista, odian a América y, ojito, sobre todo a lo que representa. O sea, que estos tipos no es que odien a América por motivos incomprensibles, sino que lo hacen porque son, por definición, malvados, actuando contra la libertad y los valores que definen el bien en un sistema ético con pretensiones de universalidad. Como es natural, en cuanto a los ciudadanos estadounidenses se les expusieron con suficiente claridad los nobles perfiles de la actuación de su Presidente y los altos principios que la guiaban, su aprobación fue inmediata. Por la senda del bien, a su Presidente se le sigue hasta donde sea, como todo buen pastor merece de un rebaño como Dios manda. ¿Y hay mejor pueblo que el americano?, se pregunta retóricamente todo estadounidense satisfecho.
Por este motivo, a medida que comienzan a aparecer indicios que apuntan a que la conducta de George W. Bush no ha sido todo lo proba que sería de desear, empieza a detectarse un inquietante run-run en Estados Unidos. ¿No nos habrá mentido el Presidente? ¿Es tal cosa posible? ¿Acaso puede mentir un verdadero americano y un verdadero Presidente? ¿No será que este tipo no reúne los rasgos que habilitan para el desempeño de la función presidencial? De momento este asunto está en fase incipiente, pero comienza a ser molesto. Cosas de las democracias religiosamente fundamentalistas.
Mientras tanto, Tony Blair, más ceñido a la cotidiana realidad de tener que enfrentarse a una opinión pública madura, optó por otra vía para explicar a sus gentes la necesidad de ir a la guerra: Sadam Hussein era un peligro inminente para la seguridad del mundo, ya que atesoraba un pavoroso arsenal de armas presto a ser empleado. Un siglo enterito de trauma poscolonial hacía desaconsejable apelar a los valores que en Estados Unidos sirvieron para convencer a la población de la necesidad de invadir un país (o sea, el rollo civilizatorio). Así que, a pesar de lo poco creíble de la amenaza, Blair hubo de recurrir a exhibirla como única forma de convencer (más o menos) a una reluctante población británica. Con grandes esfuerzos, más o menos medio logró un consenso de mínimos. Pero, como se está empezando a comprobar, edificado con cimientos poco sólidos.
El hecho de que la realidad, tozuda, haya demostrado la total ausencia de justificación para la guerra (si de lo que se trataba era de poner coto a un peligro inminente de tipo nuclear, químico o bacteriológico) y la falsedad de las apreciaciones en que el Gobierno británico decía basarse para embarcarse en ella, está poniendo contra las cuerdas a Blair. Añádase a ello que, además, empiezan a aparecer, también, indicios de que la guerra se desencadenó a pesar del perfecto conocimiento del Gobierno británico de esta ausencia de peligrosidad del régimen iraquí. O sea, que los motivos que movieron a Blair, conocido fundamentalista cristiano, a ir a la guerra de Bush, no fueron los que adujo en público. Con el resultado de que, en estos momentos, la situación política en la que se encuentra Tony Blair es delicadísima. Ya veremos que ocurre, teniendo en cuenta que las democracias como la británica son asquerosamente pejigueras con la responsabilidad política.
¿Y el tercer flamante miembro del Club de las Azores? , ¿experimenta también dificultades políticas internas? Pues, sorprendentemente, no. Aunque, eso sí, esta sorpresa se esfuma rápidamente a poco que nos detengamos a analizar cómo funciona la democracia en España. Porque, no lo olvidemos, la participación de Ánsar en las Azores era como cabeza visible de un grupo pujante de naciones que aúnan la carencia absoluta de honra y dignidad en la escena internacional y una peculiar concepción de lo que es la democracia (nuestros compañeros de viaje en esta aventura han sido naciones que van desde Albania a Guatemala).
A estas características propias de los sistemas democráticos de los países de la “Nueva Europa” y de la “Comunidad de Sicarios Centroamericanos” se une en el caso concreto de España un factor que dificulta que se genere excesivo escándalo en la opinión pública a cuenta de que el Gobierno haya engañado o mentido. Y es que, ¿acaso es posible que algo así ocurra por revelarse falsas las razones por las que nuestro país fue a la guerra si éstas nunca se dieron? Y, sobre todo, ¿acaso pilla esta falsedad de nuevas a una sociedad en la que el 92% de la población ya se manifestó contra la guerra y los motivos que pudieran justificarla?
La especificidad española es que fuimos a la guerra sin que el gobierno osara tratar de vender a nadie con un mínimo de seriedad ni la peligrosidad de Irak ni la necesidad de civilizar a los moros. Básicamente porque a Joy Mary Ánsar, con su concepción feudal de la democracia, le daba igual lo que pensaran las gentes de su país. De forma que, sencillamente, optó por no desarrollar política alguna de explicación-adoctrinamiento de las masas. ¿Para qué? A él le daba igual, que ya sabemos cómo es y, sobre todo, que no tiene que volver a presentarse a unas elecciones.
Con todo, el efecto de esta decisión no fue muy positivo. Sólo un miserable 7% de la población mostraba en las encuestas apoyar mínimamente los argumentos británico-estadounidenses, quizá precisamente por esta falta de labor evangelizadora (no es razonable pensar que la población española sea tan ilustrada y diferente a la de otros países como para que se dieran porcentajes como en ninguna otra parte del mundo occidental). Llegados a este extremo, y dando un espectacular golpe de timón a su labor de propaganda, el Gobierno Ánsar no tuvo empacho alguno en dejar claro a los ciudadanos que la dignidad y prestigio internacional de España no se estaba poniendo en juego gratuitamente, sino que poderosos motivos avalaban la conveniencia de encabezar a una serie de naciones llamadas a liderar el rebaño de entusiastas atlantistas de nueva hora (Letonia, Guatemala, Polonia, Uganda, El Salvador, Lituania… y España):
– reconocimiento internacional de Ánsar como Líder Mundial y una invitación para ir a Crawford (Texas)
– posibilidad de sacar “tajada” (Jeb Bush se vino incluso a España a explicarlo en persona)
– certeza de que el petróleo bajaría y las bolsas subirían
Con este panorama, tampoco el Gobierno logró convencer a muchas más personas. Ese 7% que estaba a favor de los argumentos hasta entonces esgrimidos es el mismo 7% de imbéciles que, inmediatamente, empezaron a aplaudir la política de un Gobierno “realista” que contribuiría a mejorar la situación de España y sus gentes. Básicamente, puede decirse que la política Ánsar, en España, sólo logró convencer a los “hooligans” más irracionales de la derecha partidista a las que cualquier explicación valía porque su sustrato racista-españolista-fascista les hacía ver con buenos ojos cualquier medida adoptada por un gobierno blanco-español-popular. Y punto.
La gestión política de la posguerra en España, por ello, no es de extrañar que se esté gestionando al grito de “¡¡Hemos ganado, hemos ganado, oee, oee, oeeeee!!”. Porque, y de eso sí puede vanagloriarse Ánsar, somos el único país que ha cumplido con creces con los objetivos que le llevaron a embarcarse en lo que ha resultado ser la primera agresión criminal contra el Derecho de Gentes que nunca un Gobierno español llevó a cabo: convertir a España en el más fiable e indigno siervo del matón de turno. En estas condiciones, es claro que cómo le vaya al “Padrino” de turno es poco relevante (ya cambiaremos de Señor si aparece otro más poderoso). Lo que bendicen los apologetas españoles de la guerra y los votantes del Partido Popular no es tanto unos concretos resultados en esta contienda (por lo que da igual que todo le esté yendo mal a Bush) como un determinado lugar de España en el mundo: el de indigno esclavillo.
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