No hay dinero… ¿Ni lo habrá?
Vamos a contarles un cuento en cuatro partes con el único objetivo de superar la perplejidad que nos provoca no habernos lucrado aún con esta Su Página
1. De dónde venimos
Hagamos un poco de historia. Hace unos años surgió Internet como excéntrico instrumento de comunicación frecuentado por gente mu rara que se pasaba días y días delante del ordenador, pero no con la sana actitud propia del espectador de televisión, feliz con el enorme poder desestabilizador de sociedades pagadas de sí mismas que le otorgaba el mando a distancia (vociferan los ilustrados: “Dios mío, siglos y siglos de lucha por las libertades, por la emancipación ciudadana, por la implantación del sistema educativo “más mejor” que nunca hayamos visto… ¡Para esto! ¿sabeh?”). No, con una actitud creativa, activa, propia de inadaptados sociales, de marginados.
Hablamos de la mítica época hacker, cuando un cada vez más nutrido grupo de estudiantes universitarios fundamentalmente (pero no sólo) estadounidenses, constatada la absoluta inutilidad de dedicar su tiempo a estudiar una carrera universitaria, aprovecharon una de tantas partidas de fondos públicos desaprovechadas para entablar una conversación sui generis a través de los ordenadores, desarrollando para ello distintos lenguajes y protocolos de comunicación (el protocolo, en concreto el protocolo TCP / IP, es lo que permite poner en contacto los ordenadores y transmitir datos, no tiene nada que ver con la Reina de Inglaterra, y no se preocupe, en su día yo también busqué lo del TCP / IP por Internet y aunque hoy vaya de listo -Transmission Control Protocol / Internet Protocol- sigo sin tenerlo muy claro).
Contra todo pronóstico, la cosa funcionó. Podría pensarse que un sistema sin control efectivo y sin centro no tendría éxito, pero a fin de cuentas la tecnología necesaria para poner en marcha el cotarro provenía de la única rama de la ciencia realmente eficaz, la industria militar, obsesionada con evitar un inminente ataque nuclear de la Unión Soviética, el malo malón que metía miedo en aquella época (1969 y siguientes, qué tiempos); se suponía que al compartir todos los datos entre varios ordenadores siempre quedarían algunos con la información necesaria para activar los misiles y así destruir también la URSS.
Por otro lado, la aparición de la UE y la Administración Bush, años después, demostraron que en las sociedades complejas, en realidad, lo de tener un centro es contraproducente, pues es imposible concentrar toda la información en un sistema jerarquizado que funcione mínimamente bien hasta la cúspide; en lugar de eso, nuestras sociedades complejas se desarrollan en redes de todo tipo, ninguna de las cuales es vital, organizadas en torno a, digamos, “centros parciales” interconectados (por ejemplo el Parlamento, el Real Madrid y la Iglesia Católica).
En un segundo estadio, allá por los años ochenta, los ordenadores comenzaron a difundirse tímidamente entre las empresas, que forjaron poco a poco un sistema de redes internas o intranets (es decir, redes internas, espero que haya quedado claro que en inglés voy sobrao) que se desarrollaron en paralelo a la red científica montada por universidades y a la red militar, que languidecía a la espera de que el nuevo enemigo, la Internacional Islámica, se definiera.
A principios de los años noventa ocurren muchas cosas: Tim Berners – Lee crea la WWW (en 1992), basada en el código HTML, que simplifica considerablemente tanto el proceso de búsqueda y selección como la propia publicación de los contenidos, dotándolos al mismo tiempo de un campo de desarrollo mucho más amplio (el HTML es compatible con lenguajes mucho más complicados y admite prácticamente todo tipo de formatos, es decir, entre otras cosas, es un soporte multimedia, como demuestra la impúdica utilización de sonido e imágenes integradas con el texto que de toda la vida ha sido imagen de marca de esta Página), y poco después (1993) aparece Mosaic, el primer navegador, antecesor de Netscape. Todo ello acerca considerablemente la tecnología al ciudadano medio, por entonces inocente de lo que le espera.
Visto el caótico e imparable crecimiento de la Red, el Gobierno de EE.UU., con Al Gore a la cabeza, decide tomar cartas en el asunto y, como el propio Gore diría años después, inventa Internet, desvinculándolo del Gobierno y formando una especie de conglomerado de empresas, instituciones y particulares encargados de medio gestionarlo. Todo apuntaba a un mundo de luz y de color en el que Internet crecería y el barullo de progres que era hasta entonces desaparecería, sustituyéndose por un nuevo modelo, mejorado y actualizado, de telespectador que pincharía en los banners y pagaría tanto por conectarse como por acceder a los mayestáticos contenidos de Terra Networks y las cuatro o cinco empresas que, junto a ella, sobrevivirían “en un mundo sin ley y sin piedad”. Pero eso lo veremos en el siguiente apartado de este caótico sinsentido:
2. La vida es una tómbola
Internet era visto, a mediados de los años noventa, fundamentalmente como un enorme negocio potencial: una red mundial de intercambio de información, que eliminaba / reducía intermediarios y con una gigantesca tasa de crecimiento. Los usuarios de la Red se multiplicaban cada dos meses, y algunos vieron la llamada de la oportunidad.
No se sabe muy bien cómo ni dónde ocurrió. El suceso sólo admite parangón con los más increíbles casos de alucinación colectiva (como la Virgen de Fátima, las posibilidades de la Selección Española en el Mundial o el carisma del Presidente Ánsar), y su potencial de fascinación es propio de aquellos que han vendido su alma al Demonio.
Dicen las antiguas leyendas que el día que la Humanidad alumbró a la Bestia llovieron acciones basura de los cielos, los agentes de Satán poblaron la tierra bajo el disfraz de dinámicos ejecutivos agresivos y miles de incautos fanáticos acabaron dando con sus ahorros en las profundidades del Averno. Había nacido la Nueva Economía, el nuevo Paradigma, apoyado en tres consistentes argumentos:
– “Crecer”: Los beneficios no eran importantes, puesto que lo que se libraba allí no era la lucha por obtener beneficios, sino directamente por sobrevivir. Para sobrevivir en un mercado mundial, era básico adquirir visibilidad, es decir, crecer. Crecer para “ser los más fuertes”.
– Mientras se determinaba quiénes serían los más fuertes, los beneficios llegarían en esplendorosa cascada a través, fundamentalmente, de dos vías: el crecimiento en Bolsa de las acciones, aparentemente sin fin, y las fastuosas inserciones de publicidad que por diversas vías llegarían a los medios o servicios más exitosos.
– Se suponía que en un futuro más lejano por fin se podría cobrar por todo lo relacionado con la Red, una vez desapareciera toda la morralla de carácter gratuito que impedía refulgir con luz propia a las grandes empresas que, por otro lado, no hacían más que subir en bolsa.
La Red, creación administrativa dedicada a lo único que le interesaba al Viejo Mundo (las bombas atómicas), desarrollada por algunos incautos que, inocentes, se creyeron toda la parafernalia de la “Red sin centro”, el software libre y la información libertina, volvió a mutar a fines de los noventa con la llegada masiva de dos tipos de personas: los avezados empresarios que expulsarían rápidamente de ahí al barullo de progres inicial y limpiarían el sistema de todo vestigio de antiliberal control administrativo, por un lado, y el público de masas, desinteresado en la filosofía barata urdida en torno a la Red y deseoso de acceder a los contenidos, servicios y sucesión de octavas maravillas del mundo que proveerían los emprendedores.
Recordemos que el objetivo de dichos emprendedores (representados no sólo por el impresentable con camisa hawaiana, sino por el modelo emprendedor “de toda la vida”, con apellido que se remonta tantas generaciones que si fuera vasco sería entronizado como Rey de Euskal Herría y con sólido enraizamiento empresarial en el Viejo Mundo) era acabar cerrando la Red y convertirla en un instrumento de comunicación de pago, generando, más o menos, un modelo mixto entre la prensa y la TV (pago por suscripción más publicidad) en el que obligarían a todo el público a pasar por el aro. La idea era invertir en el desarrollo e universalización de la Red, atraer al público y tan pronto se aficionaran al medio, cerrarlo, restringir el libre acceso a la información, y cobrar por lo que antes era gratis. La idea no es nueva, y funciona muy bien en sectores económicos tan dinámicos y rentables como el tráfico de estupefacientes.
El problema de esta idea fue que se consideró que, igual que sería posible jugar alegremente con el público (y darles música, películas, instrumentos y contenidos de comunicación, para después quitárselos), tampoco era preciso preocuparse demasiado por el contenido que se ofertara. Recuerden que lo importante era “crecer”, y para crecer rápidamente lo mejor era hacer publicidad en los otros medios, los de siempre, atrayendo al público de siempre al nuevo medio. Las reglas para que la traslación funcionase se tomaron directamente de las más revolucionarias experiencias mediáticas que previamente se habían desarrollado en los medios “antiguos”: colorines, regalitos, y mucho espectáculo.
La fiesta parecía no tener fin, pero como todo en esta vida, éste llegó, y de forma repentina:
Capítulo 3: El desierto de lo real
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